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OTROS TEMAS > LO QUE SE OCULTA TRAS LA CUESTIÓN DEL VELO ISLÁMICO

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Laberintos Herejías y herejes de nuestro tiempo

 

Lo que se oculta tras el velo islámico

por Casilda Rodrigáñez Bustos


El baño turco - Jean Dominique Ingres (1862) - Museo Le Louvre

¿Por qué la polémica sobre el velo islámico ha sido desatada por los grupos más xenófobos de extrema derecha (recordemos que empezó el famoso alcalde de Vic), los mismos que veneran un paradigma de mujer casi siempre tocada con velo (la virgen María etc.)? ¿Por qué el velo de la madre Teresa de Calcuta, por poner un ejemplo, no se considera un atentado a la dignidad de la mujer y en cambio el de la mujer islámica sí? ¿Cuál es la diferencia? ¿Qué es lo que explica la actual persecución del velo islámico? Mi modesta opinión es que detrás de la prohibición del velo islámico se cuece y se oculta una política de choque de civilizaciones, adobada de islamofobia. A su vez, tras la islamofobia, que es una pieza de la estrategia del nuevo orden mundial puesta en marcha tras la caída del muro de Berlín, hará unos 20 años, se oculta otra cosa además de la conquista del petróleo. La importancia y el alcance político de lo que se cuece y se oculta detrás de la polémica sobre el velo islámico es lo que se cuece y se oculta en el cuerpo de la mujer que se tapa con el velo islámico: su sexualidad prohibida.

Decía Cervantes, en la famosa arenga del Quijote a los cabreros, que las mujeres en la edad de oro (es decir, antes del patriarcado y de la sociedad esclavista) andaban ‘en trenza y en cabello’, es decir, destocadas (ver Apéndice 1 al final del texto), y sin riesgo de que lujuria alguna pudiera ofenderlas. Hace poco leí también un artículo sobre los Mosuo, el pueblo matrifocal del sur de China, uno de los pocos que perviven en el que las relaciones de parentesco no se basan en el matrimonio y gozan de libertad sexual, en el que la articulista destacaba la ausencia de agresiones y de violencia sexual que dicha libertad producía. Esto mismo decía también Cervantes, sobre la mujer en la edad de oro, pues en la sociedad anterior al tabú del sexo, en ausencia de represión de las pulsiones sexuales, la sexualidad de la mujer era igualmente libre y podía manifestarse libremente sin temor a agresión o abuso; y yo añado siguiendo a Reich, a Borneman y a tant@s otr@s, que no solamente podía sino que la libertad sexual femenina era un elemento imprescindible de la armonía entre los sexos. (*)

El régimen de represión sexual vino acompañado de las túnicas y de los velos para ocultar el cuerpo y su capacidad de seducción; como se dice en el mismo libro del Génesis, aparecieron la vergüenza, el recato y el pudor inexistentes en las sociedades espontáneas, cuando no había nada que prohibiera el funcionamiento de los sistemas orgánicos corporales. Claro que la represión sexual a quien concernía específicamente era a las mujeres, y eran éstas las que tenían que cubrirse para desvelarse sólo ante el marido. Estamos hablando de los tiempos en los que existía todavía esa otra sexualidad femenina que ahora ha desaparecido debido, según palabras del propio Freud, a haber sido objeto de una represión particularmente inexorable, y que por ello ahora es difícil de devolver a la vida; Freud, claro está se refería a la mujer de la sociedad europea del siglo XIX.

Sin embargo, esa sexualidad que ha sufrido una represión particularmente inexorable no ha desaparecido del todo. Mientras que la cultura occidental-anglosajona iba poniendo a punto un modelo de mujer masculinizada, con unas enormes dosis de violencia interiorizada para inhibir toda su sexualidad no falocéntrica, en las cárceles del patriarcado islámico se ha mantenido esa sexualidad en cautividad. Como el insecto fósil que se ha conservado en el interior de un trozo de ámbar, la otra sexualidad femenina ha seguido produciéndose enclaustrada en los espacios femeninos que la cultura islámica ha mantenido, unos espacios de concentración femenina, en las aldeas y en los barrios de las ciudades. El peligro es que con la globalización y los movimientos migratorios y turísticos, la mujer occidental puede entrar en contacto con la mujer que se esconde tras el velo islámico, y descubrir que su propio cuerpo es otra cosa distinta de lo que ahora cree que es. Porque entonces, eso que parece tan difícil de volver a la vida, quizá dejaría de serlo, y nuestros cuerpos acartonados recuperarían fácilmente su vitalidad. En el siglo XVIII, una dama anglosajona, Lady Montagu, relató su visita a unos baños femeninos en Turquía, relato que inspiró el famoso cuadro de Ingres, ‘El baño turco’, que está en el Museo del Louvre. Lady Montagu en sus cartas, publicadas en 1781, aseguraba que las mujeres árabes tenían más libertad, incluida la sexual, que las europeas, y eran más abiertas y más hospitalarias. Decía, entre otros comentarios significativos, que se reían del corsé con el que “los maridos occidentales encerraban a sus esposas”. Ellas, con el cuerpo desnudo y libre bajo la túnica, no podían entender el uso de una prenda como el corsé.

El mismo impacto que le causó a Lady Montagu la visita al baño femenino turco en el siglo XVIII, me lo produjo a mí una visita a un hamman de la medina de Fez en 1993. En 2003 escribí sobre ello en una ponencia para unas jornadas en Vitoria (también colgada en este site), y de alguna manera venía a decir lo mismo que ahora leo en el relato de Montagu, la misma sorpresa, incluida la de la hospitalidad de las mujeres que nos invitaron a pasar a bañarnos.

Creo que es necesario explicar estas experiencias, porque sólo por la vía lógico-racional no se puede atravesar el magma dogmático de nuestra civilización, uno de cuyos pilares es la normalización del estado de represión de la mujer. Mis opiniones sobre la sexualidad femenina, de algún modo nacen de esta visita al hamman de Fez, y de otras experiencias que en su día me conmovieron profundamente. De otro modo, yo nunca me hubiera podido imaginar lo que es la mujer, a pesar de yo serlo, pero educada y formada en una visión básicamente distorsionada de nuestro sexo.

A menudo me he referido a la experiencia de la maternidad y a la conmoción vivida en el primer postparto, que no entendí de manera lógico-racional hasta casi 20 años después, cuando leí El bebé es un mamífero de Michel Odent: la explicación de la impronta -la producción de las descargas más altas de oxitocina de la vida de una mujer- re-situaba la experiencia en el terreno de la sexualidad femenina. Estuve varios años buscando literatura que relacionase maternidad y sexualidad (en la biblioteca del Instituto de la Mujer en Madrid, introduciendo las dos palabras ‘sexualidad’ y ‘maternidad’ sólo salió un artículo de Ana Maria Carrillo publicado en una revista mexicana, que afirmaba que podía haber placer en el parto y en la lactancia, sin aportar explicaciones o datos). El monográfico de Integral sobre Embarazo y Parto gozosos (anterior a la compra de la revista por RBA) me puso en contacto con la comadrona Adela Campos y ella me fotocopió y me envió el libro de Juan Merelo Barberá. Así empezó todo mi descubrimiento de la sexualidad femenina. Entendí mi experiencia y escribí el libro La represión del deseo materno y la génesis del estado de sumisión inconsciente: ¡Vaya desestructuración de los esquemas y vaya cambio de cosmovisión que implica el sólo hecho de situar la maternidad como un proceso de la sexualidad de la mujer! Nada menos que la apertura a la desedipización, como si un vendaval de golpe hubiese abierto las puertas que cerraban el ámbito de la psique primaria de par en par. Cuando experimentamos una conmoción importante, aunque de momento no se entienda, de alguna manera se queda fijada en el cuerpo, en las células en general, y en la memoria; y si más adelante aparece una información que la explica y la hace coherente racionalmente, la conmoción se reaviva y entonces se convierte en la más profunda de las convicciones. Pues algo parecido a lo ocurrido con mi maternidad, me pasó también con la visita, hace diecisiete años, al hamman de Marruecos, la misma conmoción, como digo, que la de Lady Montagu, cuya descripción motivó el cuadro de Ingres.

Estábamos de vacaciones y fuimos a parar a una pensión en la medina de Fez, es decir, no en el barrio europeo sino en la misma medina, una pensión que claro está no tenía duchas, porque en la medina la gente se baña en el hamman, que estaba justo enfrente de la pensión. De 3 a 8 de la tarde para las mujeres -nos dijo el de la pensión- y los hombres por la mañana y después de las 8 (éramos un grupo de dos mujeres y tres hombres). Cuando entramos en el hamman nos quedamos petrificadas, como si estuviéramos en otro planeta, en una historia de ciencia y ficción: una sala grande y las mujeres sentadas en el suelo, en pequeños grupos, haciendo corrillos, desnudas, echándose agua unas a otras con cubos y palanganas, charlando, riendo, echándose henna, comiendo naranjas, ofreciéndose gajos y flores de azahar (era Semana Santa) unas a otras, de todas las edades, ancianas, menos ancianas, jóvenes, menos jóvenes, niñas, etc. Luego vimos que había tres salas más, la última con el pilón que recogía el chorro de agua hirviendo y otro pilón de agua fría. El sistema funcionaba a base de cubos de polietileno negros, se cogía agua caliente y se mezclaba con la fría hasta obtener la temperatura apetecida. Además de los cubos había pequeñas palanganas para coger agua de los cubos y echársela unas a otras por la cabeza y por el cuerpo. Pienso que hasta la aparición del agua corriente y el sistema de las duchas, la gente se lavaba así, y recuerdo que en la cárcel a veces no teníamos duchas y también nos lavábamos echándonos jarras de agua, unas a otras. Pero la conmoción, claro, no fue por el sistema de lavado, sino por las mujeres. Nunca había visto un tipo de mujeres así, la manera de reírse, el brillo de sus ojos, la forma de hablarse unas a otras, la sensualidad, la complicidad, sobre todo la confianza, la confianza en colectivo, en grupo, como la de los cachorros de una camada de perros, arrebujad@s un@s con otr@s y que se dejan caer un@s encima de otr@s, como la cosa más obvia y natural del mundo. Todo era sorprendente, tanto la expresión de cada mujer, como la relación entre ellas; y lo más sorprendente de todo era la existencia del colectivo humano con ese grado de confianza y de intimidad, un grado de confianza y de intimidad que sólo se da en las relaciones habituales cotidianas. Recuerdo que nos quedamos petrificadas porque tuvimos la sensación de estar profanando una intimidad de la que éramos ajenas -lo mismo que dice el, o la, comentarista de la Junta de Castilla y León sobre el cuadro de Ingres- (ver Apéndice 2 al final del texto); pero al percatarse ellas de nuestro azoramiento, y de que estábamos a punto de dar media vuelta y salir corriendo, se acercaron para invitarnos a pasar y nos guiaron a unas taquillas donde dejar las ropas, y luego a los pilones donde se cogía el agua. No fue una invitación formal, sino un gesto de apertura para ser una más entre ellas, un gesto al que no supimos corresponder, pues no estábamos a la altura de las circunstancias. Para ellas éramos mujeres y eso bastaba para ser consideradas sus hermanas o compañeras. Pero nosotras no lo sabíamos, no nos sentíamos parte de aquella fiesta y no supimos aceptar la invitación. Una mujer nos acompañó hasta los pilones y, mientras que nosotras nos lavábamos con los geles, ella nos iba echando agua con una palangana; luego nos secamos, nos vestimos y nos marchamos rápidamente.

Aunque en aquel momento no entendí lo que había visto, la conmoción también se me quedó grabada, y varios años después, con las lecturas de Merelo Barberá, Melandri, Irigaray, Choisy, Serrano Vicens, Newton, etc., me pasó lo mismo que con la experiencia de la maternidad, y la conmoción se convirtió también en una profunda convicción: había visto con mis ojos un atisbo de lo que Freud decía que era tan difícil de devolver a la vida. Claro que Freud nunca estuvo en un hamman en donde todos los días las mujeres se bañan juntas, y sólo conocía a las mujeres que acudían a su consulta a psicoanalizarse. En la ponencia que presenté en Vitoria en el 2003, ya decía que se podía entender el por qué esas mujeres tenían que llevar velo e ir por la calle tapadas y bien tapadas: para que no se viera lo que no tenía ni siquiera que existir. Lo que no podía trascender al espacio público y debía permanecer enclaustrado. Hay, pues, una sexualidad femenina que se ha conservado en el mundo musulmán, como un resto fósil de las generaciones primitivas de mujeres de las que habla Bachofen en el Das Mutterrecht: una sexualidad, encerrada y cercada, pero también de algún modo reconocida. Pues el espacio colectivo femenino que supone el hamman, implica un reconocimiento que nosotras las mujeres europeas no tenemos; y es difícil imaginar que los hombres de nuestra sociedad aceptasen que sus mujeres se pasasen todas las tardes de su vida juntas en un baño turco como el del cuadro de Ingres. Porque no es que fuesen nada más que a lavarse. Las mujeres de Fez estaban allí solazadas, instaladas, pasando la tarde. Como decía Góngora de la serranas de Cuenca, que iban al pinar, ’unas por piñones y otras por bailar’.

La dominación del hombre sobre la mujer extendida sobre todo el planeta a lo largo de 5000 años, ha adoptado diferentes formas y cauces, y uno de ellas es la forma que adoptó en el mundo islámico: el hombre es dueño de la mujer a la que encierra y oculta para su uso exclusivo. Pero este modelo basado en una represión externa estricta de la mujer, al menos en la apariencia actual, es en cambio más laxo en cuanto a la exigencia de autorepresión de las pulsiones sexuales; y la mujer árabe tiene menos interiorizada la represión, lo cual la permite conservar en alguna medida su sexualidad no falocéntrica, esa que en otros modelos se ha ido cercenando de un modo tan absoluto, con un medio infalible: eliminando los espacios colectivos de mujeres. No sé si el hamman de la medina de Fez, y otros, seguirán existiendo. Es posible que el modelo anglosajón esté penetrando a través de las monarquías árabes que tienen buenas relaciones con el mundo occidental. Pero ciertamente, lo que vio y describió Lady Montagu en el siglo XVIII ha seguido existiendo al menos hasta finales del siglo XX. Para estar más tranquila, decía una mujer que usaba burka, en una reciente entrevista publicada en el diario Público; porque ella quería y no porque su marido o el Corán se lo mandasen. Decía que empezó a usarlo por propia decisión cinco años después de casada, y que ahora llevaba viuda cuatro años y que seguía usándolo, por lo tanto que no era porque su marido se lo mandase sino porque lo quería ella, porque así ‘estaba más tranquila’: una razón obviamente de lo más contundente. Al leer esta declaración me acordé de Cervantes y de los tiempos en que las mujeres no tenían que usar velos para andar tranquilas, y podían ir “en trenza y en cabello”. Nosotras con nuestros cuerpos acartonados podemos andar también tranquilas exhibiendo nuestros cuerpos en el estado de acorazamiento y de retracción pulsátil en el que habitualmente sobrevivimos. Y ponernos ropas bien ajustadas, porque cuanto más apretadas menos libertad y menos posibilidades de pulsación corporal. El acorazamiento convierte la epidermis preparada para el contacto externo, en su contrario, en una armadura exterior, en un sistema de defensa, viniendo a ser la ropa ajustada como una segunda línea de defensa. En cambio la ropa suelta (las mujeres musulmanas suelen ir desnudas debajo de las túnicas), deja el cuerpo por debajo libre. Antes, toda la vida las mujeres habíamos usado faldas (y también los hombres), y también tuvo su significado que las mujeres cambiásemos las faldas por los pantalones.

Creo que la afirmación de que la túnica y el velo menoscaban la dignidad de la mujer, tal y como se está diciendo en los medios de comunicación, es una verdad a medias; y en la medida en que se pretende la verdad entera, se vuelve un mecanismo de ocultación de la otra parte de la verdad. La mujer utiliza la túnica y el velo para no exhibir públicamente su sexualidad y para preservar una intimidad que en este mundo de represión no puede ser mostrada. Y porque tapándose con túnicas y velos no tienen que tensar ni encoger el cuerpo para mostrarse con el adecuado nivel de rigidez corporal que esta sociedad requiere; como decía la mujer entrevistada por Público, puede estar más tranquila. Es mejor ponerse un velo que tensar los músculos y convertir la propia cara en una máscara. Cierto que la otra parte de la verdad es que, en la medida en que ante el único hombre que la mujer islámica se descubre es el marido, el velo puede considerarse como un indicador de la dominación masculina. Pero esta parte de la verdad, dicha así sin más, descontextualizada, es una ocultación de la realidad de la mujer musulmana. Lo que sucede es que se aprovecha el desconocimiento de la situación, y la ignorancia respecto a la sexualidad femenina, para dar una visión torticera del uso del velo; y sobre todo para que no nos percatemos de que existe esa otra sexualidad; ni nos percatemos tampoco de la represión que las mujeres occidentales tenemos interiorizada que es precisamente lo que hace innecesario el tipo de represión externa que sufre la mujer musulmana; ni que nos demos cuenta de que el yoga y otras similares que ahora se propician, en realidad son gimnasias de mantenimiento de los cuerpos acartonados y ejercicios de sublimación de su líbido. Entonces ciertamente, con nuestro grado de acartonamiento tenemos libertad para andar por la calle, y medio desnudas si queremos. Claro que es verdad que los maridos musulmanes vigilan, mandan y ordenan la reclusión de sus mujeres. Claro que la represión patriarcal de la mujer musulmana es medieval. Pero de lo que se trata es del tipo de represión que se practica, que es más externa y con menor componente de represión interiorizada, menor auto-inhibición. Aunque vivan en una cárcel y no puedan salir a la calle –que tan poco es así en general- tienen un nivel de autorrepresión y de violencia interiorizada menor. Para encarcelar las células, las vísceras, la memoria y la conciencia hace falta un proceso represivo desde la etapa primal durante toda la infancia, que es lo que se hace en nuestra sociedad. En pocas palabras, se contrapone la condición de la mujer islámica como una situación de represión, a la nuestra como si la nuestra fuese una situación de libertad, cuando en realidad se trata de dos modelos de represión diferentes, uno con mayor grado de represión externa y otro con mayor grado de auto-represión. Y lo que se pretende con la contraposición es que las mujeres occidentales, y en general la gente de bien, apoyemos la guerra contra el mundo árabe supuestamente para ‘liberar’ a las mujeres musulmanas; en realidad, para que ellas adopten nuestro modelo de represión.

Mi ponencia de Vitoria 2003 se titulaba ‘la violencia interiorizada en las mujeres’, empleando la expresión de Lea Melandri en La Infamia Originaria. Nuestros cuerpos tienen mucha, muchísima violencia interiorizada, para tener el grado de acartonamiento que tienen. Nuestros cuerpos están hechos de la represión de nuestras pulsiones sexuales a lo largo de todo su desarrollo desde que nacemos (empezamos a vivir desposeídas del cuerpo materno, lo que implica la congelación patológica del sistema libidinal de la etapa primal). Es una violencia interiorizada, que institucionaliza la inhibición de la pulsión sexual. Es significativo el que en algunas ocasiones me hayan quitado el título de ‘La violencia interiorizada en la mujer’, y puesto cualquier otro más neutro, como ‘Feminismo y Maternidad’. Porque el título, que resume el texto de Melandri, en realidad resume la tragedia de la devastación femenina. Son palabras significativas y se censuran, por la misma razón que la Wikipedia cambia ‘el baño’ colectivo de mujeres por un ‘harén’. Una de las cuestiones sobre las que se ha focalizado la censura efectuada sobre mis escritos, al menos de la que he podido tener conocimiento, ha sido la de la sexualidad femenina (la otra ha sido la cuestión de la autorregulación, la función de la libido y la negación de la jerarquía –poniendo matriarcado en vez de maternal, etc.-) Para entender la persecución actual al velo islámico se requiere la perspectiva histórica de todo lo que se ha hecho para eliminar esta sexualidad femenina, tanto física como conceptualmente (desde ‘la desaparición’ de las significativas 1400 historias sexuales de mujeres recogidas por Ramón Serrano Vicens a mediados del siglo pasado, hasta las sucesivas matanzas de los colectivos de mujeres que de diferentes maneras conservaban su sexualidad -como lo de de nuestras serranas ibéricas yéndose a vivir ‘en despoblado’ hasta que la Santa Inquisición acabó con ellas-, pasando por la actual medicalización de la maternidad y todos los tabús y prohibiciones tradicionales perpetradas para sustraer la sexualidad del proceso fisiológico materno; sin olvidarnos del invento de la religión de las diosas prepatriarcales para ocultar las pruebas arqueológicas). La matanza del dragón, del toro y de la serpiente, las heroicidades que sacralizaron el arquetipo masculino de nuestra historia, se han llevado a término de manera muy concreta y los mitos solo recubren y falsean la Ilíada de sufrimientos de la historia real de la mujer patriarcal (Romeo de Maio).

Nadie mejor que los que se proclaman seguidores de los primeros patriarcas, los sonnenmensch matadragones que arrasaron la sexualidad de la mujer para hacerla su esclava -ciertamente matando algo más que dragones imaginarios-, nadie mejor que ellos, digo, para reconocer el margen de sexualidad femenina que todavía se desarrolla en los campos de concentración del mundo musulmán, y el peligro que su existencia supone. Lo que se persigue con esta prohibición no es devolver la dignidad a la mujer, sino normalizar el modelo falocéntrico de mujer en el mundo islámico, y que las mujeres musulmanas, al quitarse el velo tengan que interiorizar la represión, como hacemos las europeas. Cosa que en cierta medida ya tienen que hacer las mujeres musulmanas que emigran y dejan atrás su modo de vida y sus costumbres. Hoy como hace 5000 años, el principal enemigo de la dominación es la sexualidad femenina de la que depende la verdadera maternidad, y por lo tanto, la vía fundamental de recuperación de la humanidad. Parece ser que el artista (Ingres) tomó como fuente el relato de una dama del siglo XVIII, Lady Montagu, esposa del embajador inglés en Constantinopla, que visitó en dicha ciudad un baño femenino. Sus descripciones hablan de doscientas mujeres desnudas entregadas al placer ocioso de cuidar sus cuerpos. Ingres transcribió los pasajes más sensuales desde muy temprano y los mantuvo en sus cuadernos de notas. El fondo muestra una visión casi clandestina, como la de un espectador que penetra en la intimidad del baño a través de un agujero en la pared. (www.artehistoria.jcyl.es).

En otra web (www.arteobservatorio.info) se dice: Ingres para este cuadro se basó en las cartas llamadas "Descripción del baño de las mujeres de Andrinopla" de Lady Mary Montagu; y en textos copiados de Italia que hablan sobre los baños árabes. De manera que no hay duda de que el cuadro representa un baño colectivo de mujeres, como su propio nombre indica. En cambio en la Wikipedia dicen que es un harén… quizá piensen que así se neutraliza el efecto del cuadro en el imaginario colectivo. Como siempre ocultando la verdad sibilinamente.

……. APÉNDICE 3 : Lady Montagu 1689-1762

Letters … Written during her Travels in Europe, Asia, and Africa to Persons of Distinction, Men of Letters, &c. … which Contain … Accounts of the Policy & Manners of the Turks. Berlin: Sold by August Mylius, 1781. Algunos párrafos de las cartas de lady Montagu (conseguidos a través de internet) sobre la mujer musulmana: “I won't trouble you with a relation of our tedious journey, but I must not omit what I saw remarkable at Sophia, one of the most beautiful towns in the Turkish empire and famous for its hot baths that are resorted to both for diversion and health. I stopped here one day on purpose to see them. Designing to go incognito, I hired a Turkish coach. These voitures are not at all like ours, but much more convenient for the country, the heat being so great that glasses would be very troublesome. They are made a good deal in the manner of the Dutch coaches, having wooden lattices painted and gilded, the inside being painted with baskets and nosegays of flowers, intermixed commonly with little poetical mottoes. They are covered all over with scarlet cloth, lined with silk and very often richly embroidered and fringed. This covering entirely hides the persons in them, but may be thrown back at pleasure and the Ladies peep through the Lattices. They hold four people very conveniently, seated on cushions, but not raised. In one of these covered waggons I went to the bagnio about ten a clock. It was already full of women. It is built of stone in the shape of a dome with no windows but in the roof, which gives light enough. There was five of these domes joined together, the outmost being less than the rest and serving only as a hall where the portress stood at the door. Ladies of quality generally give this Woman the value of a crown or ten shillings, and I did not forget that ceremony. The next room is a very large one, paved with marble, and all round it raised two sofas of marble, one above another. There were four fountains of cold water in this room, falling first into marble basins and then running on the floor in little channels made for that purpose, which carried the same sort of marble sofas, but so hot with steams of sulphur proceeding from the baths joining to it, it was impossible to stay there with one's cloths on. The two other domes were the hot baths, one of which had cocks of cold water turning into it to temper it to what degree of warmth the bathers have a mind to. I was in my travelling habit, which is a riding dress, and certainly appeared very extraordinary to them, yet there was not one of em that shewed the least surprise or impertinent curiosity, but received me with all the obliging civility possible. I know no European court where the ladies would have behaved them selves in so polite a manner to a stranger. I believe in the whole there were two hundred women and yet none of those disdainful smiles or satiric whispers that never fail in our assemblies when any body appears that is not dressed exactly in fashion. They repeated over and over to me, "Uzelle, pek uzelle," which is nothing but, charming, very charming. The first sofas were covered with cushions and rich carpets, on which sat the ladies, and on the second their slaves behind them, but without any distinction of rank by their dress, all being in the state of nature, that is, in plain English, stark naked, without any beauty or defect concealed, yet there was not the least wanton smile or immodest gesture amongst them. They walked and moved with the same majestic grace which Milton describes of our general mother. There were many amongst them as exactly proportioned as ever any goddess was drawn by the pencil of Guido or Titian, and most of their skins shiningly white, only adorned by their beautiful hair divided into many tresses hanging on their shoulders, braided either with pearl or ribbon, perfectly representing the figures of the graces. I was here convinced of the truth of a reflection that I had often made, that if it was the fashion to go naked, the face would be hardly observed. I perceived that the ladies with the finest skins and most delicate shapes had the greatest share of my admiration, though their faces were sometimes less beautiful than those of their companions. To tell you the truth, I had wickedness enough to wish secretly that Mr. Jervas could have been there invisible. I fancy it would have very much improved his art to see so many fine women naked in different postures, some in conversation, some working, others drinking coffee or sherbet, and many negligently lying on their cushions while their slaves (generally pretty girls of seventeen or eighteen) were employed in braiding their hair in several pretty manners. In short, it is the women's coffee house, where all the news of the town is told, scandal invented, etc. They generally take this diversion once a week, and stay there at least four or five hours without getting cold by immediate coming out of the hot bath into the cool room, which was very surprising to me. The lady that seemed the most considerable amongst them entreated me to sit by her and would fain have undressed me for the bath. I excused my self with some difficulty, they being all so earnest in persuading me. I was at last forced to open my skirt and shew them my stays, which satisfied em very well, for I saw they believed I was so locked up in that machine that it was not in my own power to open it, which contrivance they attributed to my husband. I was charmed with their civility and beauty and should have been very glad to pass more time with them, but Mr. W[ortley] resolving to pursue his Journey the next morning early, I was in haste to see the ruins of Justinian's church, which did not afford me so agreeable a prospect as I had left, being little more than a heap of stones.

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“Es muy fácil ver que en realidad tienen más libertad que nosotras. Ninguna mujer, sea cual sea su rango, se permite salir a la calle sin dos murlins, uno que cubre toda su cara excepto los ojos y otro que oculta toda su cabeza y cuelga a media altura a sus espaldas. Su silueta también es enteramente cubierta por una cosa que llaman serigee, sin el cual ninguna mujer de ninguna clase aparece en público; éste tiene mangas estrechas, que alcanzan hasta el extremo de los dedos y los envuelve de forma semejante a una caperuza. En invierno es de paño, y en verano, de pura seda. Ya puedes imaginar que esto las disfraza eficazmente, de modo que no hay forma de distinguir a la gran señora de su esclava. Es imposible para el más celoso de los maridos reconocer a su esposa cuando se la encuentra y ningún hombre se atreve a tocar o a perseguir a una mujer en la calle.

Esta permanente mascarada les da completa libertad para seguir sus inclinaciones sin peligro de ser descubiertas. El método más usual de intriga amorosa es enviar una cita al amante para encontrarse con la señora en la tienda de un judío, que son tan notoriamente convenientes como nuestras casas indias, pero incluso las que no hacen uso de ellas no tienen reparos en ir a comprar baratijas y lanzarse sobre las mercancías caras, que están para ser encontradas principalmente entre esa clase de personas. Las grandes damas raramente dejan a sus galanes saber quiénes son y es tan difícil descubrirlas que pueden estar haciendo conjeturas sobre su nombre incluso después de estar más de medio año con ellas. Puedes imaginar fácilmente el número tan pequeño de esposas fieles en un país en donde no tienen nada que temer de la indiscreción de un amante; así vemos que muchas tienen el valor de correr el riesgo en este mundo y las amenazas de castigo en el siguiente, que nunca se les predica a las jóvenes turcas. Tampoco tienen mucho que temer del resentimiento de sus maridos; esas señoras son ricas y tienen todo el dinero en sus propias manos. En líneas generales, veo a las mujeres turcas como las únicas personas libres del imperio…” (Carta XXIX. A la Condesa de —-. Adrianópolis, Abril 1. O. S. 1717)

(*) Nuestra civilización se empeña en ocultar la naturaleza bondadosa de las pulsiones sexuales. Pero la historia, la antropología y la arqueología han corroborado lo que la sexología científica ha mostrado, a saber, que las pulsiones sexuales espontáneas son propias de los cuerpos en estado amoroso, y se producen para procurar el amor y el cuidado entre los congéneres; y no se producen en los cuerpos en la tensión del estado de guerra (baste saber que el sistema neuro-endocrino-muscular de un cuerpo en estado de guerra no solo es diferente, sino además antagónico e incompatible con el sistema neuro-endocrino-muscular de un cuerpo en estado amoroso). Y es el régimen de represión sexual lo que produce el desquiciamiento de dichos sistemas y la agresividad de las personas.

 

 
 
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