El deseo
materno existe y hay que decirlo
por Casilda Rodrigañez
A propósito de la idea de ‘criar con el corazón’,
pensé que no, que ya no vale el argumento de que hay que
decir las cosas poco a poco.
El deseo materno es una pulsión sexual, y existe, a pesar
de todo, en nuestros acorazados y desconectados cuerpos, aunque
apenas lata, aunque apenas derrita y perfore nuestras corazas, y
casi ni le llegue al neocortex. Reprimido, inhibido y calumniado,
a pesar de todo, es la esperanza de la humanidad.
Como decía Michel Odent en una reciente entrevista, la cuestión
no es qué le pase a tal o cual criatura concreta; la cuestión
es si la humanidad puede sobrevivir si se hacen innecesarias las
hormonas del amor… qué grado de robotización
de los cuerpos puede soportar nuestra especie, y qué grado
de robotización alcanzaremos si se castra su impulso básico.
El deseo materno es la pulsión sexual que guía y
regula la maternidad. Esta es la verdad de la maternidad que no
se sabe o que no se dice.
Después de tres generaciones de partos hospitalarios y de
lactancia artificial, las consecuencias son tan desastrosas en términos
de enfermedades mentales y psicológicas (depresiones, suicidios),
y en términos de violencia infantil y social, y son tan evidentes,
que la gente empieza a hacerse preguntas, a buscar explicaciones
y a relacionar las cosas. ¡Y vaya Ud. a saber si no se topan
con la verdad! Sobre todo porque hay muchas cosas que están
‘cantando’, como la neurología y las prácticas
clínicas neonatales, y que están confirmando lo que
ya sabíamos desde otros campos de las ciencias (historia,
arqueología, antropología, sociología, sexología,
etc.)
La pulsión del deseo en general, es una experiencia que
todavía muchos seres humanos hemos conocido, y sabemos que
existe. Y también el deseo materno es una experiencia que
hemos vivido muchas, quizá, espero, suficientes mujeres.
Esta experiencia proporciona el conocimiento de que las técnicas
amatorias son aspectos secundarios, y que lo esencial de la sexualidad
y de la capacidad orgástica humana, es el deseo. Refiriéndome
a la sexualidad coital, que es la más conocida, creo que
todo el mundo sabe que se pueden practicar las 400 posturas del
kamasutra, y ni rozar siquiera la experiencia de una relación
espontánea guiada por el deseo. Las posturas por sí
mismas no nos derriten por dentro ni producen flujos. Sólo
lo hacen en la medida en que ayudan a la inducción o producción
del deseo. El deseo por sí mismo, antes de guiarnos hacia
cualquier postura, sólo con producirse, nos derrite y nos
licua.
El sentido del olfato, tan importante en la inducción del
deseo (recordemos la famosa anécdota de Napoleón y
Josefina), guía los movimientos de las criaturas recién
nacidas para llevarlas al pezón de la madre. Basta con abstenerse
de cometer la normalizada violación de sus cuerpos que se
practica en los hospitales, y respetar sus impulsos. Dice Bergman
que explicar y hacer que la madre o una enfermera coloque a la criatura
en la postura adecuada para empezar a mamar, es peor (Restoring
the original paradigm).
La tecnosexología que en su día ya denunció
Merelo-Barberá, ahora se aplica a la maternidad, sin necesidad
siquiera de hablar de sexualidad maternal. Así se recomiendan
las posturas para dar de mamar, el contacto piel con piel, la no
separación… aspectos físicos que se pautan,
seguramente necesarios en nuestro mundo de maternidad medicalizada,
pero que cuando se proponen sin decir lo esencial, el deseo, siguen
dejando el campo abonado para la robotización de la maternidad.
Inhibida la pulsión del deseo, entonces ya sólo queda
‘educar’ y conducir convenientemente las conductas,
las posturas, los sentimientos y las emociones. En mi último
libro he tratado de explicar el conductismo emocional que se practica
hoy, como alternativa al desasosiego que producen las emociones
desarraigadas de las pulsiones, y para encauzarlas en nuestros hábitos
culturales y sociales.
En los tratados de neurología (Kahle, Universidad de Frankfurt)
se explica que las emociones y los sentimientos se producen para
acompañar e implementar el desarrollo de las pulsiones. Las
pulsiones de las situaciones de alerta y de defensa, como la ira,
la cólera, el enfado, etc., de hecho las conocemos y nombramos
precisamente por los sentimientos que las acompañan, aunque
también conocemos otros aspectos de su fisiología,
como el aumento del ritmo y la presión sanguínea,
la sudoración, la tensión muscular –carne de
gallina, pelos de punta, nudo en el estómago-, descargas
de adrenalina y cortisol, etc.. Las pulsiones sexuales del estado
normal de relajación, también cursan con sus sentimientos
y emociones amorosas. Todos los sentimientos y emociones forman
parte de las pulsiones que animan el cuerpo, y que le mantienen
vivo. Pero nuestra sociedad de relaciones de dominación no
trata de mantener los cuerpos en su plena vitalidad, sino todo lo
contrario.
Educar las emociones, sino fuera porque en realidad es una estrategia
política perversa, sería algo tan ridículo
como educar los glóbulos rojos o cualquier célula
de nuestro cuerpo. No hay que educar ninguna emoción: ellas
saben más que todos l@s psicólog@s del mundo junt@s,
y además están a nuestro favor, a favor de nuestra
autorregulación y de nuestro bienestar. La educación
emocional encubre una estrategia de regulación y ‘normalización’
de las conductas, y se construye, obviamente, sobre una gran mentira
sobre el cuerpo humano; es la psicología de los cuerpos que
inhiben automáticamente sus pulsiones, la psicología
del despiece y de la descomposición corporal al servicio
de la política de la dominación invisible y de la
sumisión inconsciente.
Hoy por hoy, la pulsión sexual ha desaparecido de nuestro
mundo conceptual. De ser el pecado de la carne ha pasado a la nada.
¡Cómo vamos a entender a las pobrecitas emociones que
han quedado huérfanas y desamparadas del propio cuerpo que
las ha producido! ¡Cómo no sentir ansiedad ante semejante
descalabro! Los sentimientos y las emociones que vagan erráticas
en nuestros cuerpos, nos desasosiegan porque no podemos entenderlas,
no podemos entender lo que nos pasa, y no podemos poner remedio
a lo que nos causa malestar puesto que no podemos identificarlo.
Entonces vienen y nos dicen que somos analfabetos emocionales y
que tenemos que educarnos emocionalmente, y nos lo creemos. Esta
nueva psicología del conductismo emocional incluso a veces
se presenta bajo el epígrafe de ‘bioenergética’,
un concepto que inventó Reich para referirse a la energía
sexual como energía de la vida (la producción sexual
es la producción vital per se. Reich, La función del
orgasmo), y que ahora se desvirtúa para convertirse en lo
contrario, en la negación teórica de la producción
sexual: la psicología de los cuerpos sin líbido.
Las emociones son sabias, tan sabias como las pulsiones que mantienen
nuestro metabolismo basal mientras dormimos. Los cuerpos humanos
no son analfabetos; son sabios. Cuando estamos conectad@s con nuestras
pulsiones, también nuestras emociones y sentimientos son
transparentes, y percibimos su origen y su sabia función
a favor de nuestro bienestar y de nuestra autorregulación.
Y cuando las emociones y los sentimientos son transparentes, no
se nos puede engañar ni someternos inconscientemente. Porque
cuando desinhibimos el deseo, recuperamos la armonía original
entre las pulsiones y las emociones, un importante aspecto de la
unión sinérgica de todos los sistemas nuestro cuerpo,
y entonces este recupera todo su esplendor, su transparencia interna,
su capacidad y su fuerza. He encontrado referencias antropológicas
de al menos tres pueblos cuyas mujeres podían decidir cuando
se quedaban embarazadas, sin fármacos ni condones.
La represión puntual de las pulsiones no es suficiente
para hacernos perder la sabiduría corporal. Si el neocortex
trabaja en armonía y a favor del cerebro límbico,
tras los percances ocasionales la autorregulación se recupera.
Por eso hace falta engañar al neocortex para que actúe
de inhibidor del cerebro límbico; y por eso no tenemos que
saber que el deseo existe, que la pulsión sexual es lo que
pone en marcha el desarrollo de nuestra capacidad orgástica
y que forma parte de nuestra regulación fisiológica;
y muy especialmente, que guía y regula la maternidad. En
la era de la dominación invisible, ya no se puede prohibir
directamente el ‘pecado de la carne’ que explícitamente
reconoce la pulsión corporal.
Pero en el fondo todo esto es poco novedoso. Lo nuevo es su apariencia
‘científica’ y su grado de sofisticación
para adaptarse a una sociedad que, como predijeron los autores de
la novela de ciencia-ficción, requiere que la gente no se
de cuenta de que está siendo controlada y utilizada. Cuando
yo era joven, esto que ahora llaman ‘educación emocional’,
se llamaba sublimación del deseo y de la líbido. El
amor, aunque dijeran que salía del alma y no del cuerpo,
también lo situaban en el corazón.
El corazón late para bombear la sangre y no es un órgano
erógeno; y por eso quizá es un buen sitio para recolocar
imaginariamente los sentimientos amorosos una vez desconectados
de las pulsiones. “Sagrado Corazón de Jesús,
en Vos confío” era nuestro mantra que recitábamos
mientras que sublimábamos nuestras pulsiones adolescentes;
o también “Sagrado Corazón de María,
sed mi salvación.”
Lo de pintar el amor con sus rayos, lo copiaron de las sociedades
prepatriarcales, que pintaban úteros y pechos, sus latidos
y los movimientos expansivos de las ondas de placer. Una imagen
vale más que mil palabras, dice el refranero, y con un poco
de incienso y de canto gregoriano, puedes llegar a la sublimación
mística más exquisita. Y, por si acaso, el corazón
rodeado de una corona de espinas, uniendo el amor sublimado y el
sufrimiento.
El amor verdadero no tiene el epicentro en el corazón, sino
más abajo, en el vientre, donde nace el deseo, la pulsión
sexual. Y no se expande en línea vertical ascendente, sino
por todo el cuerpo, como los tentáculos de los pulpos que
rodean y abrazan las panzas de los cántaros prepatriarcales.
El deseo materno es la pulsión sexual que guía y
regula la maternidad. Esta es la verdad de la maternidad que no
se sabe o que no se dice. La responsabilidad de quienes lo saben
y no lo dicen es grande porque
-también lo saben- el matricidio es de facto un genocidio.
Y no es ninguna metáfora. Es tan grande la responsabilidad
como la de los que sabían que los campos de concentración
nazis eran campos de exterminio, y no lo dijeron.
Hace poco leí en Internet que se estaba experimentando con
cobayas la aplicación de hormonas artificiales y otras sustancias,
para inhibir total o parcialmente la impronta. Antes de formularme
la pregunta de si sería sólo para aplicaciones en
la ganadería, todas las células de mi cuerpo se me
encogieron del susto; como con la escisión de los núcleos
atómicos o la ingeniería genética: ¿quién,
con qué criterios, y hasta qué punto puede controlar
la aplicación de estas tecnologías? Todo eso es lo
que en un instante ‘pensaron’ las células de
mi cuerpo, y también por supuesto, mis neuronas. Desde luego
ya no estamos en los tiempos en que se echaba bromuro en la comida
de los presos o de los conventos para inhibir el apetito sexual,
ahora las cosas están más perfeccionadas. Y si, independientemente
de la intencionalidad, llevamos ya años aplicando hormonas
artificiales en otras etapas de la vida sexual de la mujer, como
en la contracepción, en el parto o en la menopausia, con
dosis tan calibradas y formas tan variadas como los óvulos
vaginales o los parches, también se podrían llegar
a aplicar para contener el deseo materno en la lactancia, como complemento
de la tecnosexología y del conductismo emocional.
Las hormonas artificiales no pueden sustituir a las hormonas naturales.
Las hormonas naturales no son solo un compuesto químico:
se producen con las pulsiones, en un momento y en unas circunstancias
determinadas, con un ritmo y una cadencia específica, en
interacción y al unísono con otros múltiples
y complejos procesos que abarcan a todo el cuerpo. La pulsatilidad
de una hormona es un concepto que ya aparece en los estudios clínicos,
y los hay por ejemplo, que muestran que la eficacia del reflejo
de eyección de la leche depende de la pulsatilidad de la
oxitocina. Y sabemos también la diferente acción de
la oxitocina sintética -vaginal o intravenosa-, y de la oxitocina
segregada de forma natural en el parto.
El control de la sexualidad humana ha estado siempre en relación
directa con la necesidad de una determinada robotización
y manipulación de los cuerpos. La sexualidad femenina es
una amenaza latente; es un conocimiento antiguo, por más
que hoy esté velado, que la capacidad orgástica de
las mujeres es incompatible con la exclusividad monógama,
y que parir y lactar con y por placer forma parte de las cualidades
filogenéticas de nuestros cuerpos. En cualquier caso, es
importantísimo y extremadamente urgente acabar con la mentira
corporal que afecta a la maternidad, saber y decir que el deseo
materno existe y para qué existe.
La Mimosa, 18 de octubre 2008
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