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Egiptología Simbólica vs. Académica
Prefacio, Introducción, Epílogo y Resumen de La Serpiente Celeste
de John Anthony West apoyando la obra de Schwaller de Lubicz
Prefacio
[…], muy pocos lectores tienen algo más que una vaga idea general de Egipto, el residuo de algunas lecciones débilmente recordadas de las clases de historia antigua de la escuela o de la universidad. Según esta explicación estándar, Egipto es una civilización caracterizada por su arquitectura admirable, sus reyes egoístas, y su pueblo servil y supersticioso. La visión simbolista ve a Egipto de una manera bastante distinta: como una civilización filosófica y espiritualmente (y, en ciertas áreas, incluso científicamente) mucho más avanzada que la nuestra, y de la que tenemos mucho que aprender.
De hecho, probablemente no exista ninguna otra disciplina académica en la que el mismo material original (en este caso, los textos y monumentos del antiguo Egipto) haya dado lugar a dos interpretaciones tan diametralmente opuestas. Sin una sólida comprensión de los datos específicos resulta difícil apreciar el abismo que separa la descripción simbolista de la ortodoxa.
Uno de los aspectos más frustrantes de abrazar un punto de vista herético en cualquier ámbito científico o académico profundamente arraigado es la negativa del establishment a abordar o, siquiera, reconocer la existencia de evidencias contrarias.
Resumen
La documentada interpretación que Schwaller de Lubicz realiza del antiguo Egipto, su
observación de la erosión de la Esfinge por el agua y la cadena de deducciones que siguen a
dicha observación plantean de lleno la antigua cuestión de la Atlántida. El argumento en favor de
esta idea, si no incuestionable, es al menos poderoso y coherente, y se sustenta en una serie de
elementos independientes, pero complementarios. He aquí los puntos más destacados:
- La civilización egipcia estaba completa ya desde sus comienzos. No hay signo alguno de un
período de «desarrollo».
- El desgaste del cuerpo de la Esfinge es el característico de la erosión por el agua en otros lugares.
- Resulta casi imposible atribuir esta erosión al viento, a la arena, a la insolación o a las reacciones químicas, dado que la Esfinge ha estado sepultada bajo la arena durante la mayor parte de su supuesta existencia.
- Hay una completa falta de efectos erosivos similares en otros templos y monumentos egipcios expuestos a los elementos durante el mismo tiempo o más.
- La atribución de la construcción de la Esfinge a Kefrén se basa en evidencias circunstanciales y poco consistentes.
- El estilo arquitectónico y la escala de construcción de la Esfinge y su conjunto de templos no se parecen a los de ninguna otra obra del Egipto dinástico.
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[…]
La oposición entre la egiptología simbolista y la que constituye la tendencia predominante no es una mera discusión vacua de académicos enfrentados acerca de una civilización muerta. Lo que está en juego es mucho más que eso. En consecuencia, he creído necesario explicitar lo que Schwaller dejaba, en su mayor parte, implícito: las profundas implicaciones que tiene su interpretación simbolista de Egipto en el pensamiento actual, especialmente en nuestro modo de ver la historia y la evolución de la civilización.
El antiguo Egipto no existió en el vacío. Podemos estar seguros de que otras civilizaciones antiguas tuvieron sus propias versiones de la misma ciencia sagrada que alimentó y sostuvo a Egipto. Cuando nuestra desmoralizada, violenta y desespiritualizada sociedad se tambalea hacia su ruina final (y, aun en este último momento, sigue denominando a su atropellada caída "la marcha del progreso"), la certeza de que antaño la humanidad en general tuvo a su alcance un orden de sabiduría más elevado se convierte en objeto de inmediata preocupación.
En su obra Le roi de la théocratie pharaonique, publicada en 1961, Schwaller de Lubicz observaba que la Gran Esfinge había sido erosionada por el agua, y no por el viento y la arena como entonces se creía universalmente. Al leer esas palabras, mientras trabajaba en el original de La serpiente, me di cuenta de que aquella observación se debía de poder confirmar mediante una prueba geológica. Si se demostraba, significaría que la Gran Esfinge era varios miles de años más antigua que todo el resto del antiguo Egipto, lo cual, a su vez, arrojaría sobre toda la historia antigua hasta entonces aceptada, y sobre muchas otras cosas, una considerable y - desde mi punto de vista- saludable confusión.
Mi original labor detectivesca, consistente en reunir el corpus de evidencias que demostraran el punto de vista de Schwaller, ocupa el extenso último capítulo de este libro. Un importante examen arqueológico/geológico de la Esfinge, llevado a cabo a principios de la década de 1980 por el arqueólogo Mark Lehner y el geólogo K. Lal Gauri, proporcionó nuevas evidencias fundamentales para el desarrollo de la teoría, a pesar de que los estudiosos responsables de dicho examen rehusaron verlo de ese modo.
Desde 1990 la teoría ha evolucionado aún más, y ha dado grandes pasos hacia su aceptación generalizada. Ha sido cuidadosamente estudiada por varios geólogos y geofísicos, que la apoyan incondicionalmente. Hoy, con este importante respaldo científico, se ha convertido en el objeto de un acalorado debate en dos importantes congresos científicos, con los egiptólogos y los arqueólogos en un bando, y los geólogos en el otro. La polémica ha merecido titulares en la prensa de todo el mundo, así como artículos en revistas y espacios en la radio y la televisión.
Un concienzudo examen de las evidencias, la historia de las vicisitudes de la teoría en la comunidad académica, su tratamiento por parte de los medios de comunicación y las implicaciones de su eventual (aunque no inmediata) aceptación generalizada: todo ello constituyó el tema de otro libro, Unriddling the Sphinx, escrito por mí mismo y por el doctor Robert M. Schoch, principal investigador de nuestro equipo dedicado a la Esfinge. Un segundo Apéndice de esta edición revisada de La serpiente resume brevemente los avances más importantes ocurridos hasta el verano de 1992 (en la presente versión castellana se añade, además, una actualización correspondiente a septiembre de 1999).
[…]
Introducción
La Serìente Celeste presenta una reinterpretación revolucionaria y exhaustivamente documentada de la civilización del antiguo Egipto, un estudio del trabajo al que el filósofo, orientalista y matemático R. A. Schwaller de Lubicz dedicó su vida.
Después de dos décadas de estudio, principalmente en el propio templo de Luxor, Schwaller de Lubicz logró demostrar que todo aquello que se acepta como dogma en lo relativo a Egipto (y a la civilización antigua en general) está equivocado, o resulta totalmente inadecuado; su trabajo desbarata o socava prácticamente todas las creencias actualmente aceptadas sobre la historia del hombre y la "evolución" de la civilización.
La ciencia, la medicina, las matemáticas y la astronomía egipcias gozaban de un orden de refinamiento y sofisticación mucho más elevado de lo que los eruditos modernos están dispuestos a reconocer. Toda la civilización egipcia se basaba en una completa y precisa comprensión de las leyes universales. Y esta profunda comprensión se manifestaba en un sistema consistente, coherente e interrelacionado que fusionaba ciencia, arte y religión en una sola unidad orgánica. En otras palabras, era exactamente lo contrario de lo que encontramos en el mundo actual.
Por otra parte, todos los aspectos del conocimiento egipcio parecen haber sido completos desde sus mismos comienzos. Las ciencias, las técnicas artísticas y arquitectónicas y el sistema de jeroglíficos no muestran prácticamente signo alguno de haber pasado por un período de "desarrollo"; lejos de ello, muchos de los logros de las primeras dinastías no fueron nunca superados, o siquiera igualados, posteriormente. Los egiptólogos ortodoxos admiten fácilmente este asombroso hecho, pero la magnitud del misterio que plantea es hábilmente minimizada, al tiempo que se omiten sus numerosas implicaciones.
¿Cómo es posible que una civilización compleja surja ya plenamente desarrollada? Obsérvese un automóvil de 1905, y compárese con uno actual: existe un inequívoco proceso de "desarrollo". Sin embargo, en Egipto no hay nada semejante. Todo esta allí ya desde el primer momento.
La respuesta a este misterio resulta obvia, aunque, debido al hecho de que repugna a la forma de pensamiento moderno dominante, apenas se considera de una manera seria: la civilización egipcia no fue un "desarrollo", sino una herencia.
Como observa Schwaller de Lubicz, hoy resulta prácticamente posible demostrar la existencia de otra civilización, acaso de mayor envergadura, que precedió al Egipto dinástico - y a todas las demás civilizaciones conocidas- en varios milenios. En otras palabras, hoy es posible demostrar la existencia de la "Atlántida" y, al mismo tiempo, la realidad histórica del diluvio universal. Ponemos el término "Atlántida" entre comillas, ya que no se alude aquí al lugar físico, sino, más bien, a la existencia de una civilización suficientemente sofisticada y suficientemente antigua como para haber dado origen a esta leyenda.
Las pruebas de la existencia de la "Atlántida" se basan en un simple fundamento geológico.
Las cuestiones relativas a su cronología y a sus causas permanecen aún sin respuesta, y todavía resulta imposible saber cómo se preservó y se transmitió la sabiduría de la "Atlántida", o quién lo hizo. Pero su existencia resulta hoy tan difícil de negar como la plenitud y la coherencia de los conocimientos egipcios desde sus mismos comienzos.
En consecuencia, probablemente se puede afirmar con seguridad que, al proporcionarnos este primer retrato auténtico del antiguo Egipto, Schwaller de Lubicz nos ha dado también la clave para estudiar la sabiduría de la antigua "Atlántida".
Dado que aquí estoy exponiendo las ideas y el trabajo de otra persona, resulta inevitable que ambos pasen a través del filtro de mi propia comprensión, y que, en ciertos casos, quizás se iluminen con una luz que los altere. Dado que el trabajo de Schwaller de Lubicz se desarrolla meticulosamente y cuenta siempre con el respaldo de una gran riqueza de detalles y de ilustraciones documentales, resulta imposible resumirlo o compendiarlo; así, he utilizado con frecuencia la analogía o la metáfora en un intento de captar la esencia de su trabajo sin tergiversarlo Para evitar la confusión, y también para evitar el torpe recurso de tener que distinguir constantemente entre las ideas puras de Schwaller de Lubicz y mis propios ejemplos, opiniones y conclusiones, vale la pena hacer una distinción general ya desde el principio. Como norma, cuando escribo sobre los conocimientos, la comprensión, el lenguaje, la filosofía y la religión de los antiguos egipcios, estoy exponiendo las ideas de Schwaller de Lubicz de la forma más pura posible, y, siempre que puedo, las ilustro con sus propios diagramas y fotografías. En cambio, cuando utilizo la metáfora o la analogía estoy haciendo uso de la licencia periodística. Puede que Schwaller de Lubicz aprobara mi método, o puede que no lo hiciera: no hay forma de saberlo.
También he hecho cierto esfuerzo en comentar de manera constante las repercusiones del trabajo de Schwaller de Lubicz en el contexto del mundo actual y en señalar continuamente las diferencias entre su interpretación y los principios generalmente aceptados de la egiptología ortodoxa. En ocasiones hago alguna digresión sobre arte y literatura, ciencias modernas y filosofía, con el fin de hacer hincapié en la forma como el trabajo de Schwaller de Lubicz se relaciona con la perspectiva moderna.
Tales digresiones son responsabilidad mía, y reflejan una visión personal que el lector no está obligado a compartir. Mi objetivo es llamar la atención sobre la vasta y olvidada obra de Schwaller de Lubicz; despertar el suficiente interés en ella para inspirar su traducción y publicación, así como su difusión entre todos aquellos que sean capaces de reconocer su auténtica significación y de dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios para estudiarla en su forma original.
Para apreciar esta radical obra, resulta esencial comprender tanto la manera en que se ha desarrollado la egiptología ortodoxa como las razones de su constante predominio.
La egiptología, como todas las disciplinas modernas dedicadas al estudio del pasado o de las culturas que nos son ajenas (la antropología, la arqueología, la etnología, etc.), se basa en determinados presupuestos considerados tan evidentes que nunca se afirman de manera explícita ni se cuestionan. En general, las "autoridades" de estos ámbitos no son conscientes de que sus disciplinas se basan en estos presupuestos:
- Que el hombre ha "progresado". Ha habido una "evolución" en los asuntos humanos.
- Que la civilización implica el progreso, y que la medida de la civilización se halla en proporción directa a su índice de progreso.
- Que el progreso -y, por tanto, la civilización- se inició con los griegos, que inventaron la filosofía especulativa y la ciencia racional.
- Que la ciencia y las disciplinas en ella basadas constituyen los únicos instrumentos válidos para llegar a la "verdad objetiva".
- Que sin la ciencia racional y la filosofía especulativa no hay auténtica civilización.
- Que no hay nada que supieran los antiguos que nosotros no sepamos o comprendamos mejor.
Estos presupuestos (las palabras entre comillas caracterizan la actitud) han sido aceptados por casi todos los científicos y eruditos durante los últimos doscientos años. Se han filtrado en todos los aspectos de la educación. Sin duda, a ninguno de los lectores de este libro se les habrá enseñado otra cosa distinta en la escuela o en la universidad. Sin embargo, todos estos presupuestos, o son falsos, o constituyen una verdad a medias, aún más insidiosa que una mentira descarada. Demostrar esto según las reglas académicas predominantes resulta bastante sencillo, pero requiere tiempo, y nos llevaría demasiado lejos de Egipto.
Para el propósito que aquí nos interesa, bastará una analogía: quien hace el restaurante es el chef, no los friegaplatos; quien hace la empresa es el ejecutivo, no los empleados del almacén. Si el jefe está borracho y el director gerente se vuelve loco, tanto el restaurante como la empresa pronto se irán a pique.
La sociedad moderna es lo que es, no porque las masas carezcan de educación, sino precisamente debido a los conocimientos, creencias y objetivos de nuestros líderes -no los políticos, sino los científicos, educadores e intelectuales-, todos los cuales gozan de una elevada formación. La sociedad se halla configurada por quienes controlan su cabeza y su corazón. Las necesidades físicas reales se satisfacen con facilidad; son nuestros deseos y creencias los que hacen el mundo tal como es. Darwin ejerce mayor influencia que Stalin.
Si el mundo es como es, es gracias al progreso, y no a pesar de él. El progreso no es un corolario de la civilización, ni ésta lo es de aquél.
"Civilización", como "amor" o "libertad", es un término que significa cosas distintas para cada uno de nosotros.
Por "civilización" entiendo una sociedad organizada en torno a la convicción de que la humanidad está en la tierra con alguna finalidad. En una civilización, los hombres se preocupan por la calidad de la vida interior antes que por las condiciones de la existencia cotidiana. Aunque no hay ninguna razón imperativa lógica o racional por la que la "preocupación por la calidad" deba depender del "sentimiento de finalidad", la naturaleza humana es tal que, sin este sentimiento de finalidad, en la práctica resulta imposible mantener esa preocupación esencial e inquebrantable; una preocupación que implica la determinación personal de dominar la avidez, la ambición, la envidia, los celos, la avaricia, etc., todos aquellos aspectos de nosotros mismos que hacen el mundo tal como es. La historia puede dar un sombrío testimonio de ello: aun con el sentimiento de finalidad, el hombre suele fracasar; sin él, carece de una razón de peso para intentarlo siquiera. En una auténtica civilización, los hombres lo intentan y lo logran.
En este sentido, el "progreso" es una parodia de la civilización. El conocimiento es una parodia del entendimiento. La información es una parodia del conocimiento. Vivimos en una era de información; y, si nos tragamos el anzuelo de la educación moderna, el pensamiento, el arte y la literatura de los hombres civilizados nos resultan incomprensibles.
Egipto era una civilización, y los egiptólogos académicos son incapaces de comprender sus logros.
Es por esta razón por lo que, en todas nuestras escuelas, nos encontramos con una evidente paradoja. Nos enseñan que los antiguos egipcios eran un pueblo capaz de producir obras maestras artísticas y arquitectónicas sin parangón en toda la historia de la que tenemos constancia escrita, pero que, al mismo tiempo, eran necrófilos dominados por los sacerdotes, una raza intelectualmente infantil obsesiona da por una preocupación puramente materialista por un mítico más allá; un pueblo que adoraba servilmente a un grotesco panteón de dioses con cabeza de animal; un pueblo desprovisto de unas matemáticas, ciencia, astronomía o medicina auténticas, así como de cualquier deseo de adquirir tales conocimientos; un pueblo tan conservador, tan opuesto al cambio, que sus instituciones artísticas, políticas, sociales y religiosas se mantuvieron rígidas durante cuatro milenios.
Pero, si esta visión de un pueblo de necrófilos dominados por sacerdotes es correcta -si no podemos aprender de Egipto nada que ya no sepamos-, ¿para qué molestarse con ellos? Muhammad Alí no se pasaba las tardes en el gimnasio local observando cómo los aficionados se daban de puñetazos. Escoffier nunca frecuentó las hamburgueserías en busca de recetas secretas.
Dostoievski no perdió el tiempo escuchando la verborrea de los aprendices de literato. En cambio, los egiptólogos dedican alegremente toda una vida a averiguar los detalles de la lista de la lavandería de Tutankamón.
Pero no fue así como empezó. En realidad, lo que estamos presenciando, no sólo en la egiptología, sino también en otros ámbitos, es la senescencia y la muerte de un enfoque académico basado en unas premisas defectuosas, pero, al mismo tiempo, responsable del desarrollo de poderosos -aunque limitados- métodos de investigación. Dado que este enfoque se pierde en las discusiones acerca de cuántos áspides mataron a Cleopatra, toda una nueva generación de estudiosos, liberados de sus prejuicios pero armados con sus métodos, han iniciado un proceso de revitalización. Se puede ver a Schwaller de Lubicz como uno de los grandes eslabones entre lo viejo y lo nuevo, que utilizó meticulosamente los métodos y los datos de sus predecesores con el fin de presentar una síntesis tan nueva, atrevida y exhaustiva que los miembros, más jóvenes, de la nueva escuela todavía no le han alcanzado.
Epílogo
Resonancias de un pasado remoto
Derrocar y sustituir al antiguo orden, a cualquier orden, constituye una empresa arriesgada. Los revolucionarios llevan una vida notoriamente peligrosa.
"No hay nada más difícil de realizar, ni de más dudoso éxito, ni más peligroso de manejar, que el inicio de un nuevo orden de cosas, puesto que el reformador tiene enemigos en todos aquellos que se benefician del antiguo orden de cosas y sólo tibios defensores en aquellos que se beneficiarían del nuevo, tibieza que se debe, en parte, al temor de los adversarios que tienen las leyes a su favor y, en parte, a la incredulidad de la humanidad, que no cree nunca en nada nuevo hasta que lo ha experimentado. Así, sucede que en cada oportunidad de atacar al reformador, sus adversarios lo hacen con el celo de los partidarios, mientras que los otros se limitan a defenderle con escaso entusiasmo, de modo que entre ellos corre un gran peligro. Sin embargo, es necesario ... examinar si estos innovadores son independientes, o si dependen de otros, es decir, si para poder llevar a cabo sus designios tienen que rogar, o son capaces de obligar. En el primer caso, invariablemente fracasan, y no logran nada; pero cuando pueden depender sólo de su propia fortaleza y son capaces de usar la fuerza, raramente fallan. Así, sucede que todos los profetas armados han conquistado, y los desarmados han fracasado ...", escribía Maquiavelo, con su característica y directa perspicacia.
Todos conocemos los problemas que han experimentado los innovadores a lo largo de la historia, desde Galileo hasta Stravinski. En prácticamente todas las esferas de la actividad humana -intelectual, política, económica, filosófica-, se opone resistencia a todo lo nuevo (puede que la tecnología constituya la única excepción). En el arte, aunque lamentable, dicha resistencia resulta comprensible, y en ocasiones incluso excusable (los oídos acostumbrados a Brahms no se adaptan fácilmente a La consagración de la primavera).
Pero en la ciencia esta situación no debería imperar. La ciencia -y los científicos nunca se cansan de decírnoslo- es la búsqueda de la "verdad objetiva". En teoría, una novedad científica sobrevive o sucumbe en función de la calidad y cantidad de las evidencias que la sustentan. En la práctica, en la ciencia se opone al cambio una resistencia tan feroz como en cualquier otra área. El físico y premio Nobel Max Planck explicaba esta situación en un pasaje muy citado: "Las grandes teorías científicas no suelen conquistar el mundo por haber sido aceptadas por sus adversarios, quienes, gradualmente convencidos de su verdad, acabarían por adoptarlas. Es siempre raro encontrar un Saulo convirtiéndose en Pablo. Lo que ocurre es que los adversarios de la idea nueva finalmente se mueren, y la generación siguiente crece bajo la influencia de dicha idea". Alexander von Humboldt, el gran naturalista del siglo xix, era igualmente cáustico: "Primero niegan una cosa, luego la minimizan, y finalmente deciden que ya hace tiempo que se sabía".
La innovación en arte hiere la sensibilidad; la innovación en la ciencia hiere la creencia. El mundo académico, la erudición, se mueve en un terreno intermedio y mal definido entre la ciencia y el arte, y la novedad académica se ve sometida a la hostilidad a la que se enfrenta la innovación tanto en el arte como en la ciencia. Normalmente, la erudición trata de la interpretación de unos hechos "objetivamente" observados. La interpretación que mejor encaja con los hechos es la que resulta preferible. Como en la ciencia, puede que los hechos nuevos necesiten nuevas interpretaciones académicas. Así, por ejemplo, el hecho indiscutible de que el templo de Luxor constituya un ejercicio de armonía y proporción necesita de una nueva interpretación. Pero en el mundo académico resulta imposible, en última instancia, "demostrar" científicamente la validez de una interpretación antes que otra.
Considérese esta analogía: un grupo de científicos marcianos bajan a la Tierra y se interesan por el béisbol. Con los años, acumularían una reserva de información precisa y verificable (hechos). Los materiales y tamaños oficiales de la pelota y el bate, los distintos papeles de los jugadores, las dificultades de la puntuación, e incluso las complejas reglas del juego: todo ello se vería sometido a una cuidadosa observación científica. Pero si en Marte no se conocieran los juegos, el conjunto se consideraría falto de sentido y en absoluto lúdico: quizá se interpretaría como un curioso rito religioso, realizado por terrícolas supersticiosos, y que despertaba en otros terrícolas una incomprensible respuesta emocional. Sin embargo, si, mediante un golpe de genio, alguno de aquellos marcianos intuyera cuál es la naturaleza de un juego, toda la información sobre el béisbol, de otro modo desconcertante, pasaría a resultar comprensible. Puede que nuestros marcianos no compartieran necesariamente el entusiasmo de los terrícolas por el béisbol, pero de repente éste tendría sentido. Aun así, resultaría imposible "demostrar" que el béisbol es un juego, o siquiera que los juegos existen (prescindiendo de que ahora todas las piezas encajen). Si, por sus propias razones psicológicas (les hace sentirse superiores; más avanzados, por ejemplo), los marcianos prefieren seguir contemplando el béisbol como una superstición religiosa de los terrícolas, no hay nada que pueda obligarles a pensar de otro modo.
Algunas disciplinas académicas reconocen su propio carácter interpretativo: los historiadores raras veces pretenden ser científicos. Pero en otras, la lealtad apasionada jura la bandera de la ciencia, puesto que en la Iglesia del Progreso (la seudo-religión encubierta que desde hace tres siglos reina sobre el mundo occidental) es sólo el imprimátur de la "prueba científica" el que confiere validez a todo, con la posible excepción del arte. Pero en la Iglesia del Progreso el arte realmente no cuenta para la mayoría de los asuntos serios. En el New York Times, la sección dedicada al arte se denomina "Arte y Ocio". Imagínese tí revuelo que se armaría si se destinara a las ciencias una sección titulada "Ciencia y Bricolaje". Es el prestigio de la ciencia lo que muchos académicos ambiciona Así, quienes juran la bandera de la ciencia suelen ser personas que comprenden qué es la ciencia, cuáles son sus limitaciones, o qué hacen realmente los científicos. Los egiptólogos y los arqueólogos son probablemente los peores de entre el batallón de truhanes académicos. A los candidatos al doctorado en arqueología o en egiptología no se les exige realizar un solo curso que un físico, un geólogo o un biólogo pudieran calificar de "científico". Nunca se les ha enseñado (y, obviamente, nunca han aprendido por sí mismos) que la ciencia avanza través del experimento, en el que la medición, la "repetibilidad" y "predecibilidad" constituyen componentes esenciales de la comprobación de las teorías. Un templo egipcio se puede medir, pero no se puede repetir ni predecir; un texto egipcio no se puede medir, ni repetir predecir. En otras palabras, por su propia naturaleza la egiptología ni puede ser una ciencia en el sentido en que lo son la física, la biología, la geología.
Los egiptólogos y los arqueólogos actúan con la convicción errónea de que utilizar un método sistemático para obtener los datos es, por solo, suficiente para hacer ciencia. Si éste fuera el caso, también la frenología y la astrología serían ciencias. En realidad, la astrología es considerablemente más científica que la egiptología académica contemporánea, dado que, al menos, se basa en ciertas premisas cuantitativamente verificables. Pero no disponemos aquí de espacio para desarrollar esta tesis.
En la vida real, los egiptólogos realizan su trabajo tan científicamente como Jackson Pollock, pero hablan como si fueran Einstein. La objeción más común y más fuertemente pregonada a la teoría de Esfinge -no sustentada por la geología y la geofísica (ciencias tan tecas como la que más)- es que no tiene "ninguna base científica" (Doctor Zahi Hawass, director de la meseta de Gizeh y de Saqqara, en Akhbi El Yom, un respetado semanario de El Cairo, 20 de abril de 1991.) , que se trata de "seudociencia" (Doctor Mark Lehner, en el New York Times, 9 de febrero de 1992).
Las evidencias de la interpretación simbolista de Schwaller de Li bicz se han ido presentando a lo largo de este libro. Pero el lector puede responder a la cuestión fundamental por sí mismo: ¿fueron construidos los templos de Egipto por unos hábiles pero supersticiosos primitivos como afirman los egiptólogos académicos?, ¿o fueron construidos por inspirados sabios y artistas, en nombre de una ciencia sagrada extremadamente sofisticada?
En el momento de escribir este epílogo han transcurrido treinta y cinco años desde la publicación de Le Temple de l'Hotnme, y quince desde la primera edición de este libro. Sería estimulante poder decir que el pensamiento de Schwaller ha logrado abrirse paso en el establishment egiptoiógico. Por desgracia, incluso este proceso (que no dejaría de ser un proceso "planckiano" normal, aunque dolorosamente gradual) ha sido abortado. Con los años, muchos de los iniciales adversarios egiptológicos de Schwaller de Lubicz se han jubilado o se han marchado al encuentro de los 42 tasadores de la sala del juicio de Osiris. Pero con ellos se marcharon también quienes, al menos en privado, se abrieron a sus ideas en alguna medida. Estos últimos han sido reemplazados por una generación de académicos más jóvenes, pero todavía menos receptivos.
Cuando escribí La serpiente celeste, mi intención era incluir un capítulo sobre los problemas ya experimentados a la hora de difundir el trabajo y las ideas de Schwaller. Pero por entonces yo trabajaba en estrecha colaboración con su hijastra, Lucie Lamy, quien, en lo personal, mantenía relaciones cordiales con al menos algunos egiptólogos franceses. Ella confiaba siempre en que, al final, el peso de las evidencias se haría sentir por sí mismo; y consideraba que provocar a los egiptólogos con un informe y un análisis de su propia conducta (la de 1978) no haría sino dificultar su aceptación. Atendiendo a sus deseos, me abstuve de tratar el tema. Pero ha pasado el tiempo. Lucie Lamy murió en 1984. A través de sus libros, y a través de mis propios esfuerzos, las ideas de Schwaller de Lubicz han logrado abrirse paso modestamente en un segmento de la conciencia pública. Diversos artistas, escritores, personas creativas en general, y arquitectos en particular, aceptan y aprecian instantáneamente la interpretación simbolista cuando se les expone. Saben por propia experiencia cómo funciona la creatividad; y, en consecuencia, saben que las obras maestras no las producen gentes supersticiosas y primitivas. Por su parte, los psicólogos, maestros, ingenieros, abogados, médicos y otros profesionales, algunos científicos -personas acostumbradas a valorar las evidencias de un modo u otro-, la encuentran también convincente con tal de que, de corazón, no sean fundamentalistas de la Iglesia del Progreso (como son muchos otros). Pero los simbolistas siguen siendo pocos, y el proceso es lento. Hoy está claro que ni el tiempo ni las evidencias obligarán nunca a los egiptólogos a repensar las premisas en las que se basa toda su disciplina.
Quedaba pendiente, pues, hacer un breve resumen de la actual acogida otorgada al Egipto simbolista. Con él, el lector podrá comprender cómo se las ha arreglado la egiptología académica para mantener su posición frente a una herejía tan sólidamente documentada.
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