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Laberintos

Herejías y herejes de nuestro tiempo


 


Amor

por Peter Wohlleben

Capítulo extraido de La vida secreta de los árboles

La tranquilidad de los árboles también se pone de manifiesto con la multiplicación, ya que la reproducción es planeada como mínimo con un año de antelación. El hecho de que cada primavera tenga lugar el amor entre los árboles depende de su pertenencia al grupo, ya que mientras las coníferas a ser posible esparcen sus semillas anualmente, los árboles de fronda siguen una estrategia completamente diferente. Antes de la floración se sincronizan entre ellos. ¿Debería- mos desistir la próxima primavera, o todavía mejor, esperarnos uno o dos años más? Los árboles del bosque prefieren florecer todos al mismo tiempo, ya que de esta manera pueden mezclarse los genes de muchos individuos. Esto es así en el caso de las coníferas, pero los árboles de fronda tienen en cuenta todavía otro motivo más; los jabalíes y los corzos. Estos animales están hambrientos del fruto de la haya y las bellotas, los cuales les ayudan a crear una gruesa capa de grasa para el invierno. Tienen tanta ansia de estos frutos porque hasta el 50 por 100 de su contenido son aceites e hidratos de carbono –no hay otro ali- mento que ofrezca tanto–. Con frecuencia, en otoño, el bosque es arrasado hasta el último rincón, de manera que en la primavera siguiente no puede germinar nada. Por eso los árboles se sincronizan entre ellos. Si no florecen cada año, los jabalíes y los corzos no pueden con- tar con alimento. Su crecimiento se mantiene en unos límites, porque en invierno los animales deben superar un período de falta de alimento al que algunos ejemplares no sobreviven. Si todas las hayas o los robles florecen al mismo tiempo y producen frutos, entonces los pocos herbívoros que quedan no son capaces de acabar con todo, de manera que siempre quedan algunas semillas que pueden germinar. En años como ése los jabalíes pueden triplicar su tasa de nacimientos, ya que el invierno siguiente encuentran suficiente alimento en el bosque. Antiguamente, la población utilizaba los frutos para sus parientes domésticos, los cerdos, llevándolos al bosque. Antes de la matanza debían cebarse con los frutos silvestres para conseguir una buena capa de grasa. Al año siguiente, la reserva de jabalíes normalmente descendía de nuevo, porque los árboles volvían a realizar una pausa y el suelo del bosque permanecía vacío.

Esta floración a intervalos de varios años también tiene graves con- secuencias para los insectos, especialmente para las abejas. Ya que en su caso ocurre lo mismo que con los jabalíes: una pausa de varios años provoca una reducción de la población, ya que una población excesivamente grande de abejas no es posible. El motivo es que los verdaderos árboles del bosque llaman a los pequeños ayudantes. ¿De qué les sirven un par de polinizadores si se enfrentan a cientos de kilómetros cuadrados con millones de flores? En esta situación, como árbol hay que pensar en una estrategia diferente, algo más eficaz, que no requiera ningún tributo. ¿Qué tiene más a mano que el viento para ayudarle? Arranca de las flores el fino polvillo del polen y lo lleva hasta los árboles vecinos. Además, las corrientes de aire tienen una ventaja más y es que también sopla con bajas temperaturas, incluso por debajo de 12oC, la temperatura por debajo de la cual las abejas se quedan en casa. Probablemente, éste es el motivo por el que las coníferas también echan mano de esta estrategia. En realidad, no tendrían necesidad ya que florecen prácticamente cada año. No tienen nada que temer de los jabalíes ya que los pequeños frutos de las píceas y similares no constituyen una fuente atractiva de alimento. No obstante, existen pájaros como el piquituerto común, que como su nombre indica, con su pico torcido es capaz de abrir la cáscara y comerse el fruto, aunque teniendo en cuenta el número global no parecen suponer un gran problema. Y, como ningún animal desea utilizar las semillas de las coníferas para conseguir sus reservas para el invierno, los árboles dejan su procreación en manos del viento. Así pues, tardan en caer de la rama y son fácilmente arrancadas de ésta por un golpe de viento. En cualquier caso, las coníferas no necesitan realizar pausas como lo hacen las hayas o los robles.

Como si las píceas y familia quisieran superar a los árboles de fronda en la multiplicación, éstas producen ingentes cantidades de polen. Tan ingentes que el menor soplo de viento en un bosque de coníferas en flor levanta enormes nubes de polvo que dan la impresión de que hay un fuego quemando bajo las copas. Ante este cuadro uno se pregunta cómo con tal desorganización puede evitarse la consanguinidad. Hasta el momento, los árboles sólo han sobrevivido gracias a su enorme diversidad genética dentro de una misma especie. Al arrojar el polen todos al mismo tiempo los diminutos granos de todos los ejemplares se mezclan y pasan por todas las copas de los árboles. Dado que el propio polen está especialmente concentrado alrededor del correspondiente cuerpo, el peligro de fecundar las flores femeninas propias es muy elevado. Pero, por los motivos anteriormente citados, esto es lo que precisamente no quieren los árboles. Para evitarlo han desarrolla- do diversas estrategias. Algunas especies, como las hayas, eligen el mo- mento adecuado. Las flores masculinas y las femeninas tienen un des- fase de algunos días, de manera que estas últimas son fecundadas por el polen de otros ejemplares de la misma especie. Los cerezos silvestres que confían en los insectos no tienen esta posibilidad. En su caso los órganos masculinos y femeninos se encuentran en la misma flor. Además es una de las únicas especies forestales que es polinizada por las abejas, las cuales recorren sistemáticamente toda la copa, de manera que forzosamente reparten el propio polen. Pero el cerezo es sensible y siente la amenaza de la consanguinidad. El polen, cuyos tiernos tubos topan con el estigma femenino y se introducen en dirección del ovocito, se comprueba. Si es propio, los estolones son detenidos y se atrofian. Sólo se deja paso al polen ajeno con carga hereditaria aceptable y más adelante forma semillas y frutos. ¿Cómo puede el árbol distinguir entre «tuyo» y «mío»? Hasta hoy es una cuestión que no se sabe con exactitud. Por lo menos, lo que sí se sabe es que los genes deben activarse y concordar. También podría decirse que el árbol lo siente. ¿No es asimismo para nosotros el amor físico algo más que el inter- cambio de sustancias químicas que, a su vez, activan secreciones corporales? La forma en la que los árboles viven la reproducción es algo que todavía permanecerá por largo tiempo en el ámbito de la especulación.

Algunas especies impiden la consanguinidad de manera especial- mente consecuente, de forma que un individuo sólo tiene un sexo. Así, existen sauces macho y sauces hembra, por lo que forzosamente no pueden fecundarse a sí mismos, sino sólo pueden serlo por otros ejemplares. No obstante, el sauce no es en realidad un árbol de bosque. Se propagan sólo en lugares donde todavía no existe un bosque. Como en estas zonas crecen miles de hierbas y arbustos que florecen, éstos atraen a las abejas, las cuales también polinizan a los sauces. Sin embargo, surge un problema: las abejas deben volar primero hasta los sauces masculinos, tomar allí el polen y después transportarlo hasta los árboles femeninos. Si se produjera al revés no tendría lugar la fecundación. ¿Cómo se hace como árbol si ambos sexos deben florecer al mismo tiempo? Los científicos descubrieron que todos los sauces desprenden un olor que atrae a las abejas. Cuando las abejas llegan a la zona es la vista lo que rige. Con este objetivo los sauces masculinos se esfuerzan con sus amentos de color amarillo claro. Esto llama en primer lugar la atención de las abejas. Una vez las abejas han tenido su primer festín de azúcar, cambian y visitan las poco aparentes flores verdosas de los sauces femeninos.

La consanguinidad, tal y como se conoce en los mamíferos, es decir, dentro de una población emparentada, sigue siendo a pesar de todo posible en los tres casos mencionados. En este sentido entran en juego tanto el viento como las abejas. Ya que en ambos casos se recorren grandes distancias, de manera que como mínimo una parte de los árboles recibe polen de árboles emparentados alejados de ellos y así la dotación genética local se refresca continuamente. Sólo los ejemplares completamente aislados de ciertas especies, junto a los cuales crecen pocos ejemplares, pueden perder su diversidad, lo que les hace más vulnerables y, pasados unos siglos, desaparecen por completo.

 

 

 


 
 
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