La domesticación y el sueño del planeta
por Miguel Ruiz
extraido de Los Cuatro Acuerdos
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Lo que ves y escuchas ahora mismo no es más que un sueño. En este mismo momento estás soñando.
Sueñas con el cerebro despierto.
Soñar es la función principal de la mente, y la mente sueña veinticuatro horas al día. Sueña cuando el cerebro está despierto y también cuando está dormido. La diferencia estriba en que, cuando el cerebro está despierto, hay un marco material que nos hace percibir las cosas de una forma lineal. Cuando dormimos no
tenemos ese marco, y el sueño tiende a cambiar constantemente.
Los seres humanos soñamos todo el tiempo. Antes de que naciésemos, aquellos que nos precedieron crearon un enorme sueño externo que llamaremos el sueño de la sociedad o el sueño del planeta. El sueño
del planeta es el sueño colectivo hecho de miles de millones de sueños más pequeños, de sueños personales que, unidos, crean un sueño de una familia, un sueño de una comunidad, un sueño de una ciudad, un sueño
de un país, y finalmente, un sueño de toda la humanidad. El sueño del planeta incluye todas las reglas de la sociedad, sus creencias, sus leyes, sus religiones, sus diferentes culturas y maneras de ser, sus gobiernos,
sus escuelas, sus acontecimientos sociales y sus celebraciones.
Nacemos con la capacidad de aprender a soñar, y los seres humanos que nos preceden nos enseñan a
soñar de la forma en que lo hace la sociedad. El sueño externo tiene tantas reglas que, cuando nace un niño,
captamos su atención para introducir estas reglas en su mente. El sueño externo utiliza a mamá y papá, la
escuela y la religión para enseñarnos a soñar.
La atención es la capacidad que tenemos de discernir y centrarnos en aquello que queremos percibir.
Percibimos millones de cosas simultáneamente, pero utilizamos nuestra atención para retener en el primer
plano de nuestra mente lo que nos interesa. Los adultos que nos rodeaban captaron nuestra atención y, por
medio de la repetición, introdujeron información en nuestra mente. Así es como aprendimos todo lo que
sabemos.
Utilizando nuestra atención aprendimos una realidad completa, un sueño completo. Aprendimos cómo
comportarnos en sociedad: qué creer y qué no creer; qué es aceptable y qué no lo es; qué es bueno y qué es
malo; qué es bello y qué es feo; qué es correcto y qué es incorrecto. Ya estaba todo allí: todo el conocimiento,
todos los conceptos y todas las reglas sobre la manera de comportarse en el mundo.
Cuando íbamos al colegio, nos sentábamos en una silla pequeña y prestábamos atención a lo que el
maestro nos enseñaba. Cuando Íbamos a la iglesia, prestábamos atención a lo que el sacerdote o el pastor
nos decía. La misma dinámica funcionaba con mamá y papá, y con nuestros hermanos y hermanas. Todos
intentaban captar nuestra atención. También aprendimos a captar la atención de otros seres humanos y
desarrollamos una necesidad de atención que siempre acaba siendo muy competitiva. Los niños compiten por
la atención de sus padres, sus profesores, sus amigos: «¡Mírame! ¡Mira lo que hago! ¡Eh, que estoy aquí!».
La necesidad de atención se vuelve muy fuerte y continúa en la edad adulta.
El sueño externo capta nuestra atención y nos enseña qué creer, empezando por la lengua que
hablamos. El lenguaje es el código que utilizamos los seres humanos para comprendernos y comunicarnos.
Cada letra, cada palabra de cada lengua, es un acuerdo. Llamamos a esto una página de un libro; la palabra
página es un acuerdo que comprendemos. Una vez entendemos el código, nuestra atención queda atrapada
y la energía se transfiere de una persona a otra.
Tú no escogiste tu lengua, ni tu religión ni tus valores morales: ya estaban ahí antes de que nacieras.
Nunca tuvimos la oportunidad de elegir qué creer y qué no creer. Nunca escogimos ni el más insignificante de
estos acuerdos. Ni siquiera elegimos nuestro propio nombre.
De niños no tuvimos la oportunidad de escoger nuestras creencias, pero estuvimos de acuerdo con la
información que otros seres humanos nos transmitieron del sueño del planeta. La única forma de almacenar
información es por acuerdo. El sueño externo capta nuestra atención, pero si no estamos de acuerdo, no
almacenaremos esa información. Tan pronto como estamos de acuerdo con algo, nos lo creemos, y a eso lo
llamamos «fe». Tener fe es creer incondicionalmente.
Así es como aprendimos cuando éramos niños. Los niños creen todo lo que dicen los adultos.
Estábamos de acuerdo con ellos, y nuestra fe era tan fuerte, que el sistema de creencias que se nos había
transmitido controlaba totalmente el sueño de nuestra vida. No escogimos estas creencias, y aunque quizá
nos rebelamos contra ellas, no éramos lo bastante fuertes para que nuestra rebelión triunfase. El resultado es
que nos rendimos a las creencias mediante nuestro acuerdo.
Llamo a este proceso «la domesticación de los seres humanos». A través de esta domesticación
aprendemos a vivir y a soñar. En la domesticación humana, la información del sueño externo se transfiere al
sueño interno y crea todo nuestro sistema de creencias. En primer lugar, al niño se le enseña el nombre de
las cosas: mamá, papá, leche, botella... Día a día, en casa, en la escuela, en la iglesia y desde la televisión,
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nos dicen cómo hemos de vivir, qué tipo de comportamiento es aceptable. El sueño extremo nos enseña
cómo ser seres humanos. Tenemos todo un concepto de lo que es una «mujer» y de lo que es un «hombre».
Y también aprendemos a juzgar: Nos juzgamos a nosotros mismos, juzgamos a otras personas, juzgamos a
nuestros vecinos...
Domesticamos a los niños de la misma manera en que domesticamos a un perro, un gato o cualquier
otro animal. Para enseñar a un perro, lo castigamos y lo recompensamos. Adiestramos a nuestros niños, a
quienes tanto queremos, de la misma forma en que adiestramos a cualquier animal doméstico: con un
sistema de premios y castigos. Nos decían: «Eres un niño bueno», o: «Eres una niña buena», cuando
hacíamos lo que mamá y papá querían que hiciéramos. Cuando no lo hacíamos, éramos «una niña mala» o
«un niño malo».
Cuando no acatábamos las reglas, nos castigaban; cuando las cumplíamos, nos premiaban. Nos
castigaban y nos premiaban muchas veces al día. Pronto empezamos a tener miedo de ser castigados y
también de no recibir la recompensa, es decir, la atención de nuestros padres o de otras personas como
hermanos, profesores y amigos. Con el tiempo desarrollamos la necesidad de captar la atención de los
demás para conseguir nuestra recompensa.
Cuando recibíamos el premio nos sentíamos bien, y por ello, continuamos haciendo lo que los demás
querían que hiciéramos. Debido a ese miedo a ser castigados y a no recibir la recompensa, empezamos a
fingir que éramos lo que no éramos, con el único fin de complacer a los demás, de ser lo bastante buenos
para otras personas. Empezamos a actuar para intentar complacer a mamá y a papá, a los profesores y a la
iglesia. Fingimos ser lo que no éramos porque nos daba miedo que nos rechazaran. El miedo a ser
rechazados se convirtió en el miedo a no ser lo bastante buenos. Al final, acabamos siendo alguien que no
éramos. Nos convertimos en una copia de las creencias de mamá, las creencias de papá, las creencias de la
sociedad y las creencias de la religión.
En el proceso de domesticación, perdimos todas nuestras tendencias naturales. Y cuando fuimos lo
bastante mayores para que nuestra mente lo comprendiera, aprendimos a decir que no. El adulto decía: «No
hagas esto y no hagas lo otro». Nosotros nos rebelábamos y respondíamos: «¡No!». Nos rebelábamos para
defender nuestra libertad. Queríamos ser nosotros mismos, pero éramos muy pequeños y los adultos eran
grandes y fuertes. Después de cierto tiempo, empezamos a sentir miedo porque sabíamos que cada vez que
hiciéramos algo incorrecto recibiríamos un castigo.
La domesticación es tan poderosa que, en un determinado momento de nuestra vida, ya no
necesitamos que nadie nos domestique. No necesitamos que mamá o papá, la escuela o la iglesia nos
domestiquen. Estamos tan bien entrenados que somos nuestro propio domador. Somos unos animales autodomesticados.
Ahora nos domesticamos a nosotros mismos según el sistema de creencias que nos
transmitieron y utilizando el mismo sistema de castigo y recompensa. Nos castigamos a nosotros mismos
cuando no seguimos las reglas de nuestro sistema de creencias; nos premiamos cuando somos «un niño
bueno» o «una niña buena».
Nuestro sistema de creencias es como el Libro de la Ley que gobierna nuestra mente. No es
cuestionable; cualquier cosa que esté en ese Libro de la Ley es nuestra verdad. Basamos todos nuestros
juicios en él, aún cuando vayan en contra de nuestra propia naturaleza interior. Durante el proceso de
domesticación, se programaron en nuestra mente incluso leyes morales como los Diez Mandamientos. Uno a
uno, todos esos acuerdos forman el Libro de la Ley y dirigen nuestro sueño.
Hay algo en nuestra mente que lo juzga todo y a todos, incluso el clima, el perro, el gato... Todo. El Juez
interior utiliza lo que está en nuestro Libro de la Ley para juzgar todo lo que hacemos y dejamos de hacer,
todo lo que pensamos y no pensamos, todo lo que sentimos y no sentimos. Cada vez que hacemos algo que
va contra el Libro de la Ley, el Juez dice que somos culpables, que necesitamos un castigo, que debemos
sentirnos avergonzados. Esto ocurre muchas veces al día, día tras día, durante todos los años de nuestra
vida.
Hay otra parte en nosotros que recibe los juicios, y a esa parte la llamamos «la Víctima». La Víctima
carga con la culpa, el reproche y la vergüenza. Es esa parte nuestra que dice: « ¡Pobre de mí! No soy
suficientemente bueno, ni inteligente ni atractivo, y no merezco ser amado. ¡Pobre de mí!». El gran Juez lo
reconoce y dice: «Sí. No vales lo suficiente». Y todo esto se fundamenta en un sistema de creencias en el
que jamás escogimos creer. Y el sistema es tan fuerte que, incluso años después de haber entrado en
contacto con nuevos conceptos y de intentar tomar nuestras propias decisiones, nos damos cuenta de que
esas creencias todavía controlan nuestra vida.
Cualquier cosa que vaya contra el Libro de la Ley hará que sintamos una extraña sensación en el plexo
solar, una sensación que se llama miedo. Incumplir las reglas del Libro de la Ley abre nuestras heridas
emocionales, y reaccionamos creando veneno emocional. Dado que todo lo que está en el Libro de la Ley
tiene que ser verdad, cualquier cosa que ponga en tela de juicio lo que creemos nos hace sentir inseguros.
Aunque el Libro de la Ley esté equivocado, hace que nos sintamos seguros.
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Por este motivo, necesitamos una gran valentía para desafiar nuestras propias creencias; porque,
aunque sepamos que no las escogimos, también es cierto que las aceptamos. El acuerdo es tan fuerte, que
incluso cuando sabemos que el concepto es erróneo, sentimos la culpa, el reproche y la vergüenza que
aparecen cuando actuamos en contra de esas reglas.
De la misma forma que el gobierno tiene un Código de Leyes que dirige el sueño de la sociedad,
nuestro sistema de creencias es el Libro de la Ley que gobierna nuestro sueño personal. Todas estas leyes
existen en nuestra mente, creemos en ellas, y nuestro Juez interior lo basa todo en ellas. El Juez decreta y la
Víctima sufre la culpa y el castigo. Pero ¿quién dice que este sueño sea justo? La verdadera justicia consiste
en pagar sólo una vez por cada error. Lo que es verdaderamente injusto es pagar varías veces por el mismo
error.
¿Cuántas veces pagamos por un mismo error? La respuesta es: miles de veces. El ser humano es el
único animal sobre la Tierra que paga miles de veces por el mismo error. Los demás animales pagan sólo una
vez por cada error. Pero nosotros no. Tenemos una gran memoria. Cometemos una equivocación, nos
juzgamos a nosotros mismos, nos declaramos culpables y nos castigamos. Sí fuese una cuestión de justicia,
con eso bastaría; no necesitamos repetirlo, Pero cada vez que lo recordamos, nos juzgamos de nuevo,
volvemos a considerarnos culpables y nos volvemos a castigar, una y otra vez, y otra, y otra más. Si estamos
casados, también nuestra mujer o nuestro marido nos recuerda el error, y así volvemos a juzgarnos de nuevo,
nos castigamos otra vez y nos volvemos a sentir culpables. ¿Acaso es esto justo?
¿Cuántas veces hacemos que nuestra pareja, nuestros hijos o nuestros padres paguen por el mismo
error? Cada vez que recordamos el error, los culpamos de nuevo y les enviamos todo el veneno emocional
que sentimos frente a la injusticia; hacemos que vuelvan a pagar por ello. ¿Eso es justicia? El Juez de la
mente está equivocado porque el sistema de creencias, el Libro de la Ley, es erróneo. Todo el sueño se
fundamenta en una ley falsa. El 95 por ciento de las creencias que hemos almacenado en nuestra mente no
son más que mentiras, y si sufrimos es porque creemos en todas ellas. En el sueño del planeta, a los seres
humanos les resulta normal sufrir, vivir con miedo y crear dramas emocionales. El sueño externo no es un
sueño placentero; es un sueño lleno de violencia, de miedo, de guerra, de injusticia. El sueño personal de los
seres humanos varía, pero en conjunto es una pesadilla. Si observamos la sociedad humana, comprobamos
que es un lugar en el que resulta muy difícil vivir, porque está gobernado por el miedo. En el mundo entero,
vemos sufrimiento, cólera, venganza, adicciones, violencia en las calles y una tremenda injusticia. Esto existe
en diferentes niveles en los distintos países del mundo, pero el miedo controla el sueño externo.
Si comparamos el sueño de la sociedad humana con la descripción del Infierno que las distintas
religiones de todo el mundo han divulgado, descubrimos que son exactamente iguales. Las religiones dicen
que el Infierno es un lugar de castigo, de miedo, de dolor y de sufrimiento, un lugar donde el fuego te quema.
Cada vez que sentimos emociones como la cólera, los celos, la envidia o el odio, experimentamos un fuego
que arde en nuestro interior. Vivimos en el sueño del Infierno.
Si consideramos que el Infierno es un estado de ánimo, entonces nos rodea por todas partes. Tal vez
otras personas nos adviertan que si no hacemos lo que ellas dicen que deberíamos hacer, iremos al Infierno.
Pero ya estamos en el Infierno, incluso la gente que nos dice eso. Ningún ser humano puede condenar a otro
al Infierno, porque ya estamos en él. Es cierto que los demás pueden llevarnos a un Infierno todavía más
profundo, pero únicamente si nosotros se lo permitimos.
Cada ser humano, hombre o mujer, tiene su sueño personal, que, al igual que ocurre con el sueño de la
sociedad, a menudo está dirigido por el miedo. Aprendemos a soñar el Infierno en nuestra propia vida, en
nuestro sueño personal. El mismo miedo se manifiesta de distintas maneras en cada persona, por supuesto,
porque todos sentimos cólera, celos, odio, envidia y otras emociones negativas. Nuestro sueño personal
también puede convertirse en una pesadilla permanente en la que sufrimos y vivimos en un estado de miedo
constante. Sin embargo, no es necesario que nuestro sueño sea una pesadilla. Podemos disfrutar de un
sueño agradable.
Toda la humanidad busca la Verdad, la justicia y la belleza. Estamos inmersos en una búsqueda eterna
de la Verdad porque sólo creemos en las mentiras que hemos almacenado en nuestra mente. Buscamos la
justicia porque en el sistema de creencias que tenemos no existe. Buscamos la belleza porque, por muy bella
que sea una persona, no creemos que lo sea. Seguimos buscando y buscando cuando todo está ya en
nosotros. No hay ninguna Verdad que encontrar. Dondequiera que miremos, todo lo que vemos es la Verdad,
pero debido a los acuerdos y las creencias que hemos almacenado en nuestra mente, no tenemos ojos para
verla.
No vemos la Verdad porque estamos ciegos. Lo que nos ciega son todas esas falsas creencias que
tenemos en la mente. Necesitamos sentir que tenemos razón y que los demás están equivocados. Confiamos
en lo que creemos, y nuestras creencias nos invitan a sufrir. Es como si viviésemos en medio de una bruma
que nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Vivimos en una bruma que ni siquiera es real. Es un
sueño, nuestro sueño personal de la vida: lo que creemos, todos los conceptos que tenemos sobre lo que
somos, todos los acuerdos a los que hemos llegado con los demás, con nosotros mismos e incluso con Dios.
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Toda nuestra mente es una bruma que los toltecas llamaron mitote. Nuestra mente es un sueño en el
que miles de personas hablan a la vez y nadie comprende a nadie. Esta es la condición de la mente humana:
un gran mitote, y así es imposible ver lo que realmente somos. En la India lo llaman maya, que significa
«ilusión». Es nuestro concepto del «yo». Todo lo que creemos sobre nosotros mismos y el mundo, todos los
conceptos y programas que tenemos en la mente, todo eso es el mitote. Nos resulta imposible ver quiénes
somos verdaderamente; nos resulta imposible ver que no somos libres.
Esta es la razón por la cual los seres humanos nos resistimos a la vida. Estar vivos es nuestro mayor
miedo. No es la muerte; nuestro mayor miedo es arriesgarnos a vivir: correr el riesgo de estar vivos y de
expresar lo que realmente somos. Hemos aprendido a vivir intentando satisfacer las exigencias de otras
personas. Hemos aprendido a vivir según los puntos de vista de los demás por miedo a no ser aceptados y de
no ser lo suficientemente buenos para otras personas.
Durante el proceso de domesticación, nos formamos una imagen mental de la perfección con el fin de
tratar de ser lo suficientemente buenos. Creamos una imagen de cómo deberíamos ser para que los demás
nos aceptaran. Intentamos complacer especialmente a las personas que nos aman, como papá y mamá,
nuestros hermanos y hermanas mayores, los sacerdotes y los profesores. Al tratar de ser lo suficientemente
buenos para ellos, creamos una imagen de perfección, pero no encajamos en ella. Creamos esa imagen,
pero no es una imagen real. Bajo ese punto de vista, nunca seremos perfectos. ¡Nunca!
Como no somos perfectos, nos rechazamos a nosotros mismos. El grado de rechazo depende de lo
efectivos que hayan sido los adultos para romper nuestra integridad. Tras la domesticación, ya no se trata de
que seamos lo suficientemente buenos para los demás. No somos lo bastante buenos para nosotros mismos
porque no encajamos en nuestra propia imagen de perfección. Nos resulta imposible perdonarnos por no ser
lo que desearíamos ser, o mejor dicho, por no ser quien creemos que deberíamos ser. No podemos
perdonarnos por no ser perfectos.
Sabemos que no somos lo que creemos que deberíamos ser, de modo que nos sentimos falsos,
frustrados y deshonestos. Intentamos ocultarnos y fingimos ser lo que no somos. El resultado es un
sentimiento de falta de autenticidad y una necesidad de utilizar máscaras sociales para evitar que los demás
se den cuenta. Nos da mucho miedo que alguien descubra que no somos lo que pretendemos ser. También
juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de la perfección, y naturalmente no alcanzan nuestras
expectativas.
Nos deshonramos a nosotros mismos sólo para complacer a otras personas. Incluso llegamos a dañar
nuestro cuerpo para que los demás nos acepten. Vemos a adolescentes que se drogan con el único fin de no
ser rechazados por otros adolescentes. No son conscientes de que el problema estriba en que no se aceptan
a sí mismos. Se rechazan porque no son lo que pretenden ser. Desean ser de una manera determinada, pero
no lo son, y esto hace que se sientan culpables y avergonzados. Los seres humanos nos castigamos a
nosotros mismos sin cesar por no ser como creemos que deberíamos ser. Nos maltratamos a nosotros
mismos y utilizamos a otras personas para que nos maltraten.
Pero nadie nos maltrata más que nosotros mismos; el Juez, la Víctima y el sistema de creencias son los
que nos llevan a hacerlo. Es cierto que algunas personas dicen que su marido o su mujer, su madre o su
padre las maltrató, pero sabemos que nosotros nos maltratamos todavía más. Nuestra manera de juzgarnos
es la peor que existe. Si cometemos un error delante de los demás, intentamos negarlo y taparlo; pero tan
pronto como estamos solos, el Juez se vuelve tan tenaz y el reproche es tan fuerte, que nos sentimos
realmente estúpidos, inútiles o indignos.
Nadie, en toda tu vida, te ha maltratado más que tú mismo. El límite del maltrato que tolerarás de otra
persona es exactamente el mismo al que te sometes tú. Si alguien llega a maltratarte un poco más, lo más
probable es que te alejes de esa persona. Sin embargo, si alguien te maltrata un poco menos de lo que
sueles maltratarte tú, seguramente continuarás con esa relación y la tolerarás siempre.
Si te castigas de forma exagerada, es posible que incluso llegues a tolerar a alguien que te agrede
físicamente, te humilla y te trata como si fueras basura. ¿Por qué? Porque, de acuerdo con tu sistema de
creencias, dices: «Me lo merezco. Esta persona me hace un favor al estar conmigo. No soy digno de amor ni
de respeto. No soy suficientemente bueno».
Necesitamos que los demás nos acepten y nos amen, pero nos resulta imposible aceptarnos y amarnos
a nosotros mismos. Cuanta más autoestima tenemos, menos nos maltratamos. El abuso de uno mismo nace
del auto-rechazo, y éste de la imagen que tenemos de lo que significa ser perfecto y de la imposibilidad de
alcanzar ese ideal. Nuestra imagen de perfección es la razón por la cual nos rechazamos; es el motivo por el
cual no nos aceptamos a nosotros mismos tal como somos y no aceptamos a los demás tal como son.
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