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TV, el arma perfecta
por Jochudo
Desde que Paul Gottlieb Nipkow desarrollara en 1884 lo que llam ó “el disco de Nipkow”, el televisor ha ido desarrollándose hasta la actualidad llegando a las plataformas digitales por satélite.
Desde entonces hasta nuestros días es raro el hogar (en occidente) que no disponga de uno.
Nuestra generación ha crecido con la televisión como referente. Dejábamos de jugar con los amigos para correr a casa a ver tal serie, o no salíamos a la calle hasta que no había concluido esa otra. Pero, antes, en España sólo habían dos canales y ¡aún nos quedaba tiempo para jugar con los trompos y al esconder!
Nuestros hijos, cuando nacen, lo primero que ven es el teléfono móvil de papá, haciéndole una foto que colgará en su FaceBook y al llegar a casa, se dormirá escuchando El Gran Hermano, o con El Diario de Patricia.
La “tele” es la Reina de la Casa. Es tal su dominio que incluso la sala de estar se diseña por y para ella. Es el “altar” hacia donde el resto del mobiliario se coloca, estando en preminente posición con respecto a los demás. El sofá no es para charlar, es para ver la “tele”. La mesa y sillas no son sólo para comer, sino para comer viendo la “tele”. Si un familiar, un ser querido, alguien por quien hemos luchado y por quien daríamos la vida sin pensarlo, se cruzara por delante nuestro y de la “tele” nos enfadamos como si nos hubieran quitado un pedazo de pan que nos íbamos a llevar a la boca. Si alguien nos habla, lo hacemos callar como si nos fuéramos a perder una valiosa información de la que dependiera nuestra vida (pero en realidad, sólo se trata del último rumor sobre la Pantoja).
La “tele”, nuestra querida “tele” nos acompaña siempre. Incluso en las extrañas tardes en las que nos reunimos con amigos, la “tele” está encendida como si se tratara de otro anfitrión más de la casa, que los recibe con algún videoclip musical.
Y este estado sumiso ante un artefacto, que ya es peliagudo el término, no tiene importancia si lo comparamos con la “programación mental” a la que estamos sometidos.
La “tele” cuando es utilizada como arma en vez de somnífero, es cuando se convierte en un lobo disfrazado de oveja. Un programa, luego otro y otro, y otro más, nos induce, sin darnos cuenta, a un estado predeterminado de acción o de inacción. La “tele” deja de ser un receptor para convertirse en un emisor, y nosotros, obedientes receptores, asimilamos la programación que nos impone, sin darnos cuenta. Lo que oimos y vemos es “La Verdad”. De lo que hablamos fuera de casa es de “La Verdad” que coincide con “La Verdad” de los demás. En “La Verdad” están definidos distintos puntos de vista para entretener con debates ideológicos, cuando el emisor está apagado, que no se escapen al control de “La Verdad” y distraigan a sus servidores en el trabajo o en el bar.
Recuerdo que cuando era un niño, la sección de deportes, en el telediario ocupaban los últimos cinco minutos, antes de la previsión meteorológica. En la prensa diaria, el espacio dedicado no pasaba de un par de páginas. La gente hablaba de fútbol, de su equipo favorito, pero también hablaban de mejorar en sus puestos de trabajo o de cómo salir del atolladero de turno. Ahora, la “tele” ofrece programas de larga duración sobre fútbol y demás deportes, los periódicos tienen suplementos deportivos o son exclusivamente de deportes. La gente se queja menos, prefiere hablar del Real Madrid o del Liverpool que pensar en cómo llegar a fin de mes.
Tenemos un backdoor en el cerebro. Nuestro ordenador central tiene un troyano por el que se cuelan todo tipo de programas ejecutables y de spam publicitario que nos obliga a comprar impetuosamente y sin control. Nos ralentiza la RAM impidiéndonos actuar con lógica ante problemas fáciles de solucionar. Además infectamos a los demás con la información vírica que recibimos, entrando en un juego de competencia y desconfianza, patrones principales por el que se rije el virus en cuestión. No nos fiamos de nadie ni de nada y queremos ser mejores que aquel, cueste lo que cueste.
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