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El dinero y el crédito bancario
Extraído de "El Enigma Capitalista" de J. Bochaca
EL DINERO
Es curioso comprobar cómo sujetos altamente versados en diversas ramas del saber humano, exhiben una ignorancia su pina en cuanto se ocupan del tema del Dinero. En general, doctos e ignorantes, lo único que saben a propósito del Dinero es que siempre andan escasos de él. En una época como la actual, en que los que controlan la llamada opinión pública atraen la atención de las gentes sobre tenlas tan insólitos como exóticos -la Atlántida, los extraterrestres, la Primhistoria, la Parapsicología, los fenómenos “paranormales”, la vieja “sabiduría oriental” y un larguísimo etcétera- parece extraño que, así como en Arqueología, Historia, Filosofía, son -y no lo criticamos apriorísticamente- unos verdaderos revolucionarios, en cambio, cuando se trata de abordar el tema, de palpitante interés, del Dinero, nuestros “fabricantes de la opinión” son unos auténticos reaccionarios. Para ellos siguen vigentes los viejos conceptos de la Economía Medieval, ellos, ¡tan progresistas!. Para ellos, el Dinero es una mercancía, pero es evidente que el Dinero, como medio de cambio, -que eso es lo que es y no otra cosa- debe ser, por encima de todo, estable, y una mercancía sólo será estable mientras su oferta esté bien equilibrada como su demanda, y esto no le puede interesar, lógicamente, a un comerciante de dinero, pues a éste lo que le interesa es que la demanda sea muy superior a la oferta, para subir el precio de su mercancía.
¿Que es el dinero? El Dinero no es más que un medio utilizado como calculador o contador de riqueza. Como medio de cambio que es, su valor procede de su aceptabilidad. Charles A. Lindbergh, Sr., lo definió como “algo que ha llegado a alcanzar tal punto de aceptabilidad que no tiene importancia de qué metal esté hecho ni porqué la gente lo desea, pues nadie rechazará
tomarlo a cambio de bienes o servicios” (Charles a. Lindbergh, Sr. : “Banking and Currency and the Money Trust” p.81). También se ha dicho que el Dinero es como un boleto universal. Una empresa teatral, una ferroviaria, o de autobuses urbanos, emiten sus propios boletos, cuya posesión da derecho a utilizar los servicios de tales empresas. Pues bien, el dinero es, repetimos, un boleto universal o, dicho de otra manera, una reclamación de su poseedor contra sus conciudadanos; reclamación cuyo origen es, precisamente, un trabajo que se ha hecho en pro de la comunidad.
Pero la mejor definición la da Sir Arthur Kit son cuando dice: “El Dinero es la Nada que se obtiene por Algo antes de que se pueda obtener por cualquier cosa” (Arthur Kitson: “A Fraudulent Standard”, p. 69). Examinémoslo: el Dinero es la Nada, es decir, un pedazo de papel cuyo valor intrínseco es nulo. Se obtiene por Algo, o sea. por un trabajo en pro de la comunidad. y con él se puede obtener cualquier cosa que pertenezca a dicha comunidad.
Hemos dicho que el Dinero es un medio de cambio: más exactamente, es el medio de cambio. Todos los productores emplean su tiempo y energía en proporcionar bienes y servicios útiles a la comunidad. Las cosas que producen, sin consumirlas ellos mismos, pasan a disposición de la comunidad. A cambio, reciben dinero, que es como una reivindicación sobre bienes que otros han producido. Al ser el instrumento de cambio, el dinero pasa igualmente a ser el instrumento de medida. El dinero mide la riqueza de una comunidad, exactamente de la misma manera que el metro mide las longitudes y el kilógramo los pesos. Partiendo de ese indiscutible principio, el valor de una moneda debe permanecer estable. Si ello no es así y si los precios se disparan, ganando siempre la carrera que disputan con los salarios, es debido a las manipulaciones de los siniestros funcionarios del Puente del Diablo. Ha llegado el momento de que nos ocupemos del “modus operandi” de esos caballeros.
EL GRAN TIMO
La inmensa mayoría de la gente imagina que un banco es un lugar respetable y seguro, para depositar, o bien para ir a tomar prestado dinero que otras personas han depositado. No obstante, los bancos prestan hasta nueve veces más dinero que el que realmente guardan en sus cajas. ¿Cómo es ésto posible? Porque los bancos, realmente, no prestan nada. Sólo lo hacen ver.
Cuando un banco presta dinero, o, para emplear la terminología bancaria, abre un crédito, lo único que realmente hace es aceptar el crédito del prestatario. Vamos a exponer, tratando de aunar brevedad y claridad, cómo se perpetra este auténtico timo, porque timo es al concurrir en su comisión todos los requisitos de tal delito.
Aún cuando el negocio bancario y su corolario, la usura, se remontan a la época de Babilonia, la Banca, en su forma moderna, apareció en Europa a principios del siglo XVII, primero en Lombardía y en Holanda, luego, inmediatamente, en Inglaterra va renglón seguido en los demás países de nuestro Continente, para aparecer en los Estados Unidos poco después de su configuración como Estado independiente.
En aquéllas épocas, los poseedores de oro y plata -metales que, por su relativa escasez, eran los más adecuados para servir de .moneda oficial ténder en un tiempo, precisamente de escasez- lo entregaban, para su custodia, al banquero que los guardaba en una caja fuerte.
Evidentemente, no era cómodo, ni seguro, desplazarse llevando constantemente encima el oro y la plata -o las monedas que de ambos metales más adelante se hicieron- y, por otra parte, era recomendable guardar el dinero en un banco, dotado de una sólida caja fuerte, custodiada constantemente por un guardian armado. El banquero prestaba, pues, un servicio, y por tal
servicio era lógico que cobrara, decimos “cobrara”, unos honorarios. Al entregar su dinero en el banco, los depositarios obtenían un recibo que les entregaba el banquero, y sobre tal recibo -documento, en sí, intachable- se iba a montar el mayor timo de todos los tiempos.
En efecto, el banquero era un hombre observador y pronto se dió cuenta de que la gente utilizaba esos recibos como si de auténtico dinero se tratara. Esos recibos, respaldados por dinero auténtico, hacían la misma función que el dinero, es decir, servían para adquirir mercancías y contratar servicios. Como tales recibos no era nominativos, cualquier persona, que a lo mejor nunca había depositado dinero en el banco, podía presentarse en la ventanilla de pagos del mismo, y, exhibiendo un recibo por una cantidad determinada de dinero oficial, o legal, exigir tal cantidad en el acto. Un inciso imprescindible: decimos dinero oficial, o legal, porque esos recibos, al ser aceptados por la comunidad como medio de pago, se convertían automáticamente, de hecho, en dinero. También se dió cuenta, el banquero, de que, en promedio, los impositores sólo retiraban, en un período determinado de tiempo, el diez por ciento del dinero depositado. O dicho en otras palabras, que el noventa por ciento de sus depósitos permanecían en sus cofres, y que con el diez restante tenía suficiente para hacer frente a los recibos que se le irían presentando al cobro. La tentación era demasiado grande para el banquero, hombre cuya conciencia no sentía excesivamente el embarazo de los escrúpulos, o no podía sentirlos por sus condiciones étnicas y religiosas. Y se formuló a sí mismo la siguiente pregunta: ¿Por qué no poner en circulación más recibos, representando nueve veces más valor que el dinero que, efectivamente, tenía en su caja fuerte? Para él, formular así esa pregunta equivalía a responderla en el sentido deseado por su yo íntimo. Es decir, que multiplicó por nueve sus recibos -comprometiéndose a pagar un dinero que no tenía, o, como máximo, sólo tenía en una novena parte -y empezó a prestarlo a particulares y, sobre todo, a comerciantes, cobrando un interés por ese dinero inexistente. En realidad, más que inexistente, ficticio; pues existencia, aunque fraudulenta, la tenía, al entregarse mercancías y servicios por él. Este fue el fraude original, que ha perdurado hasta nuestros días, y que está en la raíz de todos nuestros males económicos. Como dice Gertrude Coogan, “los banqueros pueden justificar sus prácticas como gusten, pero el hecho es que cuando prestan su ‘crédito’ a interés lo único Que hacen es crear dinero privado, que luego pueden reclamar y destruir a su voluntad para desesperación y empobrecimiento del prestatario” (Gertrude M. Coogan: “Money Creators”, pág. 18) quien periodicamente se ve obligado, por la artificial escasez del dinero-crédito, a entregar bienes auténticos por el dinero-crédito que tomó en préstamo.
El banquero, al proceder de esta guisa, efectivamente, ha creado dinero. Y para crearlo lo único que ha necesitado ha sido que un empleado del banco tomara una pluma, o un bolígrafo, y escribiera en el Libro Mayor del banco, una cifra cualquiera, pongamos diez millones de pesetas, en el saldo deudor del prestatario. Pero, al mismo tiempo, en el saldo acreedor del mismo, se ha anotado la garantía que éste ha debido ofrecer contra el préstamo bancario. Dicha garantía, que siempre debe ser un bien tangible, una casa, unos terrenos, unas cosechas o el título de propiedad de una industria, siempre vale más que el dinero que el banco presta. Al prestatario se le entrega un talonario de cheques, que permiten fraccionar cómodamente el importe del préstamo, luego se le carga en cuenta un interés por dicho préstamo, interés que oscila entre un cinco y un nueve por ciento en las épocas relativamente “tranquilas”, pero que puede ser mucho más elevado en las épocas turbias y la operación ha sido puesta en marcha.
Detengámonos un momento para hacer las siguientes observaciones:
a) Al poner en circulación de hecho, más dinero, que aparece en el mercado antes de que el mismo haya podido generar más riqueza, se ha puesto en movimiento un proceso inflacionario, es decir, se ha hecho perder valor al dinero que existía ya en circulación.
b) Las mercancías que, con el nuevo dinero, irán apareciendo en el mercado, llevarán su costo gravado con el interés bancario -como ya hemos dicho, de un 5 a un 9 por ciento- que deberán pagar, en última instancia, los consumidores. Nueva contribución al proceso inflacionario.
c) Mientras el banquero ha entregado sus “promesas de pagar” dinero -pues nadie, por muy banquero que sea, puede crear algo de la Nada, y así, lo que él presta no son más que promesas- en cambio, el prestario ha entregado al banquero títulos que representan una riqueza que, a parte de ser muy superior al préstamo, es real. Ha habido, pues, un notorio abuso de confianza por parte del banco. Como decíamos en otro lugar (J. Bochaca: “La Finanza y el Poder”, págs. 10-11. Editorial Bau. Barcelona) “mientras el banco dispone contra la comunidad de garantías representando una riqueza real, tal como fábricas, fincas, cosechas, etc. la comunidad no dispone, contra los bancos, de ninguna garantía. La menor tentativa hecha por los acreedores de un banco para ejercitar sus garantías contra éste, pone de manifiesto que dichas garantías, de hecho, no tienen substancia alguna. Si tales acreedores le “aprietan demasiado las clavijas” al banco, son castigados perdiendo todos sus ahorros. El banco cierra sus puertas poniendo de manifiesto que sus “promesas de pagar” son falsas promesas... a menos que el gobierno no acuda en su ayuda con una moratoria.... moratoria cuyas consecuencias serán que, al fin y a la postre, la comunidad en bloque deberá pagar para cubrir las falsas promesas del banquero”. La objeción de que esto muy raramente ocurre no tiene validez alguna. Si ocurre raramente es porque en todos los países existe un Consejo Superior Bancario (Naturalmente, los nombres de tales organismos varían: en los Estados Unidos dicho organismo se denomina Federal Reserve Bureau, en otros países existen las llamadas Cámaras de Compensación, etc.) cuya principal misión consiste, precisamente, en corregir las desviaciones excesivas de la permanente inflación crediticia procurando que ningún banco sobrepase el fatídico cociente 9 en la división entre los créditos abiertos y el dinero registrado en las cuentas corrientes. Y cuando, no obstante, un banco se dispara y franquea el límite de la zona de peligro, los demás acuden en su ayuda, pues la Finanza funciona como un todo, a escala nacional para lo ordinario, e internacional para los grandes problemas económicos. Pero esa ayuda, en definitiva, la pagará el pueblo, es decir, cada ciudadano o ciudadana que van al mercado, pues hemos dicho, y hay que tenerlo bien presente, que los llamados gastos bancarios se incluyen en los costos de producción.
Según se demuestra en los apartados a) y b) el banco, al crear una situación inflacionaria, ha robado a todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El hecho de que las actividades bancarias hayan sido legalizadas por la Administración Pública en todos los países no disminuye en un ápice su ilegitimidad fundamental. El que un Estado, o cien Estados, decreten, como
testaferros que son de la Alta Finanza, que la creación privada de Dinero es legal cuando la realiza un banco e ilegal cuando la lleva a cabo un falsificador de moneda no modifica en absoluto el hecho de su radical inmoralidad, desde el punto de vista ético, y de su inoperancia, desde el punto de vista económico, exceptuando, claro está, la privada economía de los bancos y sus adláteres.
Y tal como queda demostrado en el apartado c), no contento con robar a la comunidad, el banco ha cometido, con su cliente al que ha concedido un préstamo, un verdadero abuso de confianza, al cambiar una promesa que vale, digamos X menos los intereses cobrados anticipadamente, por una realidad (títulos de propiedad de bienes tangibles) que vale, por lo menos X multiplicado por dos. Y que no se objete que el cliente es muy libre de aceptar o no el “cambio” que le propone el banco. El cliente está convencido de que lo que el banco le presta son los ahorros de otro conciudadano y que por este préstamo hay que pagar un alquiler, llamado “interés”. Pero no terminan aquí las actividades del banco; en realidad, los funestos efectos de sus actividades apenas tienen relieve alguno si se comparan con lo que sigue.
Volvamos al momento en que el banco -en realidad, más que el banco o los bancos se trata del sistema bancario, pues todos actúan de manera mancomunada- ha abierto créditos representando hasta nueve veces más dinero del que realmente tienen en caja. De momento, el sistema parece dar resultado. La euforia general disimula el robo que se ha cometido. Pues es evidente que un auténtico robo ha tenido lugar; al crear dinero nuevo, el banquero, al igual que un vulgar falsificador, ha robado un poco a cada uno de sus conciudadanos y ha obtenido interés sobre el “dinero” robado (J. Bochaca: “La Finanza y el Poder”, pág. 11). Gracias a la emisión brusca de dinero nuevo se ha podido desarrollar nueva riqueza, el comercio se halla en pleno apogeo y se ha llegado al, por todos, soñado “pleno empleo”. Cada vez que un prestatario devuelve un préstamo al banco, con sus intereses acumulados, el banco se apresura a ponerlo de nuevo en circulación. Se ha originado lo que los economistas clásicos llaman el “boom” que en los países latinos se denomina “euforia de mercado”. Los precios suben en vertical, mientras toda clase de productos se ofrecen a la venta (lbid. Id. Ob. Cit., págs. 12-13). Pero el banquero se da cuenta de que esta subida de precios continúa sólo mientras continúan produciéndose préstamos. Cada vez que el banquero deja de hacer dichos préstamos -o, en otras palabras, de crear nuevo dinero- los precios dejan de subir, y al dejar de subir, los negocios se hunden. La posibilidad de continuar haciendo más negocios en un mercado alcista ha desaparecido. ¿Por qué? Pues porque ahora el banquero empieza a verse en dificultades, a causa de que el volúmen de sus préstamos se halla ya rondando el 900 por ciento de sus reservas en caja. Ya corre el riesgo de que cualquier demanda de dinero auténtico por parte de sus impositores, que por cualquier motivo se produzca en un momento dado, ponga en evidencia, ante toda la comunidad, el verdadero timo a que ésta se ha visto sometida por parte del aludido banquero. Cada crédito que él ha abierto, representado por cheques, así como cada recibo que ha extendido a sus impositores por el dinero que le han cedido temporalmente para que los custodie, representan promesas de pagar oro y plata (en la actualidad papel moneda ténder del Estado). Es decir, que tanto sus impositores como sus prestatarios pueden exigir, de un momento a otro, dinero auténtico, es decir, oficial, emitido por el Estado, a cambio de sus recibos.
¿Qué le queda por hacer al banquero en la circunstancia dada? Sólo una cosa: cancelar una parte sustancial de los créditos que ha abierto. En consecuencia, llama a su oficina a algunos de los industriales a quienes ha prestado sus “promesas de pagar” y les invita a devolver, digamos, la mitad del crédito. Los industriales, probablemente, protestarán, no comprenderán nada ante la súbita demanda del banquero en unos momentos en que todo parece ir a las mil maravillas, pero, finalmente, en vista de la cada vez más firme insistencia del banquero, deberán devolver la cantidad solicitada. Para convertir en dinero líquido -el dinero que les exige el banquero con tan súbita celeridad- sus stocks, los industriales deberán vender como sea, es decir, deberán malvender una parte substancial de los mismos, y, al mismo tiempo, se verán obligados a forzar a un pago inmediato a algunos de sus clientes Que habían comprado sus mercancías a plazos. Toda la operación generará, en cascada, una serie de pérdidas para industriales e intermediarios del comercio y, por vía de consecuencia, provocará una reducción general del volúmen de los negocios, es decir, en última instancia, el paro.
Pero éste es sólo un aspecto del caso, ya que, en muchas de las situaciones que se van creando, los industriales no logran realizar sus stocks cuándo y cómo lo exige el banquero, y éste ejecuta las garantías que contra ellos posee, apoderándose así, a cambio de nada, -pues nada más que falsas promesas les prestó- de bienes reales, que pasan, de este modo, con toda la legalidad y toda la inmoralidad del mundo, a ser propiedad del banco.
La normalidad ha vuelto. Entretanto, muchos industriales y comerciantes -más de aquéllos que de éstos- se han arruinado. Los precios de todos los artículos han subido; los salarios, por fuerza, también, pero menos que aquellos. Una gran parte de la sociedad, sobre todo las llamadas clases medias, se ha proletarizado un poco más. El único ganador, en toda la línea, es el banquero. El, que no ha hecho nada, aparte de perpetrar una falsificación de moneda en gran escala, ha obtenido beneficios inmensos, en bienes tangibles, y, lo que es más importante, ha visto confirmada su facultad de continuar creando dinero a expensas de la comunidad, lo que le convierte en el hombre más poderoso del país. Todavía más, en el colmo del cinismo, aún se permite amonestar severamente a sus conciudadanos, diciéndoles que la reciente crisis se ha producido porque han querido vivir por encima de sus medios. La sencilla objeción de que la comunidad sólo pretendía consumir lo que había producido con su trabajo, es olímpicamente despreciada. La ignorancia general en asuntos financieros, cuidadosamente cultivada por los testaferros al servicio de la misma. es el muro del silencio ante el que se estrellan el sentido común y el instinto popular, que rechazan vigorosamente la idea de que una gran parte de los miembros de una comunidad se hayan arruinado precisamente por que han trabajado demasiado y han producido, con su trabajo, una oferta de bienes que no ha colmado aún la demanda de los mismos.
La normalidad ha vuelto, decíamos. Nuestro banquero ya puede volver a poner en funcionamiento la máquina del Gran Timo. Las ovejas del humano rebaño ya se hallan prestas a ser esquiladas una vez más.
EL CRÉDITO BANCARIO
En la génesis del Gran Timo hemos mencionado en diversas ocasiones la palabra Crédito, generalmente unida a otra palabra: financiero. Analicemos esto.
La palabra crédito, se deriva del latín “credere”, que significa creer. En pocas palabras: el crédito de algo o alguien no es más que la confianza que inspira -si se trata de una persona- o la creencia en su capacidad de hacer lo que de ella se espera -si se trata de una cosa-. El crédito de una comunidad es, pues, la creencia racional en su capacidad de producir, distribuir y consumir las mercancías y servicios que precisen sus miembros. Es claro que la capacidad de hacer esas cosas depende exclusivamente de realidades como el talento de los miembros de la comunidad y su capacidad de trabajo, así como de los recursos del suelo y el subsuelo de dicha comunidad. No depende, en absoluto, del número de billetes de banco que decide imprimir esa comunidad, ni de la cantidad de oro que ese país atesore en las arcas del banco central.
Debiera resultar clarísimo para cualquier cerebro independiente que, en cualquier comunidad que no fuera un asilo psiquiátrico o el presente mundo capitalista-comunista, el dinero debe estar basado en la cifra que representa el crédito real de tal comunidad. Entonces, y sólo entonces, la apelación crédito financiero no sería ya una denominación impropia. Por el contrarío, sería el único nombre que debiera darse al dinero, ya que el crédito financiero sería, entonces, el reflejo, en billetes, del crédito real (Maurice Colbourne: “The New Economy”, p. 379). En una palabra, las cifras reflejarían, exactamente, los hechos. En cambio, en la realidad, en nuestra triste realidad de la Miseria en la Abundancia, sucede que el crédito financiero no tiene nada que ver con el crédito real, sino que no es más que un múltiplo del oro que poseen los bancos. De manera que nuestro dinero, en vez de basarse en mercancías producidas por un trabajo honrado, se basa en el oro.
Más trágico aún: a veces no se basa ni en eso, sino en una pura ficción, en la suposición de que la gente no se apercibirá de que los bancos están falsificando dinero, construyendo, sobre los billetes auténticos emitidos por el Estado, una pirámide invertida de “créditos” nueve veces mayor de lo que se supone.
Además, al ser emitido por el sistema bancario con la condición de serle devuelto con intereses, el crédito financiero pasa a ser una mercancía, negociable como cualquier otra. La moneda de la nación pasa a ser una mercancía, sujeta al mismo tráfico de que son objeto las mercancías, incluyendo la ley de la oferta y la demanda. La función básica del dinero, es decir, servir de instrumento de cambio y medida de las mercancías y servicios producidos por la comunidad, es así, completamente adulterada.
Y ahora, volvamos a los bancos, los creadores del Dinero.
La función básica de los bancos consiste, en la práctica, en transferir fondos de una de sus cuentas corrientes a otra. Esto, naturalmente, se hace sustrayendo de una cuenta y añadiendo a otra, mediante una sencilla operación aritmética. El hecho de que las cuentas, posiblemente, se hallen en diferentes bancos no tiene ninguna importancia, porque, como se sabe, los bancos trabajan en tan estrecha cooperación a través de las cámaras de compensación, que funcionan, casi, como si se tratara de un sólo banco. Es preciso tener muy presente que los bancos transfieren inscripciones representando dinero, no dinero auténtico, es decir, papel moneda emitido por el Estado.
Un cheque es una orden dada al Banco para que transfiera dinero -en realidad, como ya hemos dicho, inscripciones de dinero- de una cuenta a otra. El dinero, en la forma de metal o papel, es muy poco usado en los bancos. En España, el 85 por ciento de las transacciones se hacen mediante el sistema de cheques. En los Estados Unidos, el 95. La moneda se usa para pagar pequeñas facturas, para ir al mercado, para distracciones; etc. Pero los pagos importantes, alquileres, impuestos, plazos, etc, se hacen, cada vez más, por cheque.
Los bancos poseen dinero-crédito en circulación cuando hacen un “préstamo”, pero en realidad, no prestan nada. Cuando el banco hace un “préstamo”, el prestatario da su acuerdo a que, si no paga en el momento del vencimiento, su propiedad, llamada colateral, que vale mucho más que el crédito que solicita, se convertirá en propiedad del banco. El banco, entonces, comete un fraude al inscribir el activo del prestatario en el Haber de sus libros contables, a pesar de que todavía no es suyo y, posiblemente, nunca lo será. Entonces, el prestatario debe tomar prestado ese mismo crédito riqueza) del banco, pagando un interés. El crédito es, entonces, transferido de la cuenta del banco a la del prestatario. De hecho, según un principio de equidad, el activo del prestatario debiera ser inscrito en su propia cuenta, para empezar. Luego, el banco garantiza los pagos del prestatario hasta la suma representada por el préstamo, siempre inferior al valor del activo que sirve de garantía. El prestatario empieza a pagar sus facturas con el “dinero” de su cuenta, mediante cheques. A riesgo de incurrir en machacona repetición, recordamos que los bancos sólo transfieren inscripciones de riqueza, o, si se quiere, de dinero, pero no dinero en forma de metal o papel moneda. “El préstamo empezó en la forma de una inscripción hecha con pluma o bolígrafo en los libros del banco, representando la propiedad del prestatario en forma de garantía. Aunque técnicamente nada lo impida excepcionalmente, un banco nunca entrega monedas, billetes, ni nada que tenga algún valor cuando hace un préstamo” (Thomas Porter: “The Green Magicians”, pág. 5).
Los bancos utilizan los billetes y monedas depositados por sus impositores como fondos de reserva, que nunca es prestada. Lo que prestan es una cifra que oscila sobre el 900 por cien de tales fondos de reserva. El interés pagado por éste dinero-crédito es indebidamente cargado y constituye un beneficio inmoral. ¿Por qué es inmoral? Pues porque, si el crédito -como lo hemos definido al principio de este epígrafe- el crédito real de una nación lo constituyen, a la vez, las riquezas potenciales de la nación y la inventiva y laboriosidad de sus habitantes, cuando el banquero abre un “crédito” a alguien y le cobra un interés por ese “crédito” no hace más que “prestarle” algo que ya es suyo, con el agravante de cobrarle dicho interés. Es como si a uno le hicieran pagar un alquiler por el uso de la casa que heredó de su padre... La práctica bancaria podría justificarse si los banqueros prestaran no un múltiplo, sino un sub-múltiplo del total de sus reservas, por ejemplo la mitad, o dos terceras partes, conservando el resto para hacer frente a las demandas normales de sus impositores, y cobrando por ese préstamo, que entonces podría denominarse tal, pues sería hecho en papel moneda, un alquiler, es decir un interés no acumulativo, del 2 o el 3 por ciento como máximo, y la garantía, o propiedad colateral, sería de un valor similar al del importe del préstamo. El sistema en cuestión estaría muy lejos de ser el ideal, -pues este consiste, fundamentalmente, en que el dinero es instrumento de medida y cambio, pero no mercancía-, pero por lo menos evitaría el caos económico que estamos padeciendo, y cuya motivación no es otra que la creación privada de dinero falso. Pero lo que no puede justificarse en modo alguno es la actual práctica bancaria, que constituye el más fabuloso negocio que se ha hecho y se hará, consistente en los siguiente:
a) Con cien unidades monetarias pertenecientes a un tercero, se “abren créditos” por novecientas unidades. A los prestatarios, de momento, se les hacen entregar, en garantía, títulos que representan, aproximadamente, mil quinientas unidades.
b) Esas novecientas unidades devengan un interés del 9 por ciento (a veces con agios, quebrantos, y demás pretextos, más del 10), es decir, que su rendimiento neto al cabo de un año son 81 unidades.
c) Al impositor, cuyo dinero se ha jugado alegremente el banquero, se le da un 0’5 (aunque en épocas deflacionarias, que llaman inflacionarias, se llegue al 0'75 e incluso al 1). En otras palabras, esas cien unidades, que le han costado al banco 0'5 unidades al año, le han hecho ganar 81 en el mismo lapso de tiempo.
d) De lo dicho se deduce, si la aritmética no miente, que la rentabilidad de este despampanante negocio de Alí Babá es del 16.200 por cien. Y esto con el dinero de los demás.
¿Sabe, el llamado hombre de la calle, que un buen negocio textil, por ejemplo en el ramo de las fibras sintéticas deja, en épocas denominadas de prosperidad, un 7 o un 8 por ciento, con el dinero que se expone, que pertenece, naturalmente, a los propietarios del negocio? ¿Sabe que, en el ramo de la metalurgia, -y hablamos, como en el ejemplo anterior, de España- la rentabilidad raramente llega al 5 por ciento? ¿Le han informado que en Inglaterra, en el sector algodonero, los beneficios no llegaban en la buen época, al 4 por ciento mientras en la actualidad las pérdidas superan tal porcentaje y las empresas quiebran a centenares? ¿No ha leído, en la prensa diaria, largas listas de empresas que deben suspender sus pagos, precisamente porque sus acreedores no les pagan tampoco a ellos, mientras en tales listas no aparece jamás, JAMAS, el nombre de un sólo banco? ¿Y no le han llamado la atención que mientras los productores se arruinan y los consumidores no pueden consumir lo que el trabajo de todos ha producido, los bancos surgen como setas en las fachadas de los mejores edificios de las ciudades y sus balances registran siempre enormes beneficios? ¿No crees, lector amigo, que resulta bochornoso que a una comunidad que, con el trabajo de sus miembros, ha producido una riqueza que espera ser consumida, se le diga, como hicieran en España el Señor Villar Mir y en Francia el Señor Chirac, que ha estado viviendo por encima de sus medios y que debe apretarse el cinturón? ¿Es que hay alguién capaz de proporcionar una explicación verosímil a eso de “vivir por encima de nuestros medios”? Por que, naturalmente, los interfectos, que debían verlo muy claro, negligieron explicárnoslo a los simples mortales. Los linces de la prensa también debieron verlo clarísimo, y en España asistimos al cómico espectáculo del vapuleo general a que fue sometido el tal Villar Mir, por media docena de razones “políticas”, absolutamente inocuas, mientras ningún plumífero le pidió una sola explicación acerca de eso de “encima de nuestros medios” y de “apretarse el cinturón”.
Y, para terminar, por ahora, con el crédito bancario, una sencilla demostración -una más de su completa inviabilidad.
Supongamos que el dinero, que vamos a llamar A, de una determinada comunidad, es un dinero sano, sin la tara de la Deuda. (Pues en nuestro extraño mundo moderno la mayor parte del dinero, creado por los bancos nace en forma de Deuda, que debe ser cancelada precisamente cuando más necesario es, o sea en el momento en que debe servir para distribuir lo que se ha producido). Pues bien, un buen día, los bancos empiezan a crear dinero-crédito, cuyos intereses, llamaremos B. Esa deuda, es decir “B”, será cargada en los escandallos de todas las mercancías.
Es evidente que el dinero auténtico de la comunidad, “A”, no puede comprar lo que se ha producido, que costará “A más B”. Bueno, en realidad hay un medio. Consiste en que el banco cree más dinero-crédito al que vamos a llamar “C”. Todo sería perfecto, si no fuera que “C” nace con un hermano siamés, su interés, que llamaremos “D”. De manera que tampoco A más C podrán comprar algo que cuesta A más B más C más D. Se irá saliendo del paso a trancas y barrancas, hasta llegar el momento en que el Dinero Abstracto -que así le llaman tambiénsuperará en nueve veces a “A” . Entonces se llega al final del ciclo: el banco cancela gran parte de sus préstamos, se incauta de ingentes cantidades de riqueza real y puede prepararse el siguiente ciclo inflacionario.
A ESCALA MUNDIAL...
Una vez trazado el esquema de las actividades del banquero “nacional”, es decir, del hombre que inventa un dinero que no existe, pero al que extrae un interés que hace pagar a sus conciudadanos, convendría ahora, observar la otra vertiente de las actividades bancarias.
El banquero “internacional” abre créditos a firmas que se dedican al comercio con países extranjeros: compañías importadoras o exportadoras, fletadores, navieros, agentes de aduanas, compañías de seguros, etc. Le interesa a este banquero que el volumen del comercio exterior se mantenga a un buen nivel, para preservar la aceptación de sus préstamos. Es evidente que cuando los colegas de este señor, los banqueros “nacionales” se hallan a principios o a mediados del ciclo inflacionario, es decir, que están concediendo abundantes créditos y queda aún lejos el fatídico cociente 9, el volúmen de las exportaciones tiende a disminuir, ya que las gentes pueden comprar las mercancías que se producen en el propio país, y éste sólo exporta sus excedentes. En ese caso, el banquero “internacional” tiene interés en que los “nacionales” reduzcan sus préstamos. En realidad, él hace lo mismo que el “nacional”, es decir, concede créditos a empresas relacionadas con el comercio exterior, e incluso a países extranjeros, para que compren en el propio, por valores que multiplican, aproximadamente, por nueve el total de los depósitos de sus cuentacorrentistas (J. Bochaca: “La Finanza y el Poder”, pág. 26.).
Era fatal que el banquero “nacional” y el “internacional” llegaran a ponerse de acuerdo para una cooperación entre ambos, ya que sus operaciones, a parte de regirse por un mismo mecanismo, se complementan admirablemente. Por consiguiente, cuando el mercado interior se halla en plena prosperidad, o sea, en plena inflación crediticia, el banquero “nacional” recibe todo el apoyo, o el “crédito” de su colega, el banquero “internacional”. Y cuando a la prosperidad sigue la cíclica crisis, o sea la deflación monetaria, el banquero “nacional”, conforme va cancelando sus créditos, va abriendo una parte de éstos en favor de su colega “internacional”, que financia las exportaciones y que, además, en esas circunstancias, recibe la ayuda de la asustada Administración Pública, que ve en la Exportación un medio de procurar trabajo a las masas que se están impacientando. Aparecen entonces las desgravaciones fiscales, las primas a la exportación y demás tipos de apoyo directo e indirecto. Podrá argumentarse que la Administración no tiene porqué reaccionar de esa manera y, en vez de coadyuvar al timo bancario, nacional o internacional, puede poner coto a sus actividades, impidiendo la creación de dinero incontrolado, a escala nacional e internacional, y creándolo ella misma, de acuerdo con el volumen de mercancías que se hallan en espera de ser consumidas. El argumento es muy bonito y totalmente válido en otro mundo o en otras circunstancias. En este mundo, y en estas circunstancias, DINERO SIGNIFICA PODER, y como el Dinero y, lo que es muchísimo más importante, la facultad de crearlo, es de la Finanza, resulta que la Administración (Esa palabra está substituyendo paulatinamente a “Gobierno” y nos parece justo pues, en la actualidad, en nuestra Europa residual, de gobierno, lo que se dice GOBIERNO, no acertamos a ver ninguno.). se halla al servicio de aquélla, y no al revés, como debiera ser. Y bien sabe -o, más que saberlo, lo intuye, lo siente en su epidermis- cualquier funcionario público, por altísimo que sea su rango, que cualquier veleidad de independencia suya frente a los poderes omnímodos de la Finanza pondrá en marcha un mecanismo que empezará por una campaña de prensa en contra suya y terminará por una carta de su superior jerárquico “agradeciéndole los servicios prestados”. Dicho superior jerárquico deberá actuar así, por estar ligado él mismo al Sistema, o por constarle que, de apoyar a su subordinado, él perderá, con toda seguridad, las próximas elecciones.
Para poner en marcha ese mecanismo de intimidación no hacen falta secretas reuniones de embozados, ni aquelarres de Sanhedrines con cirios de cera negra e imprecaciones cabalísticas, decretando la muerte civil del desobediente. El Sistema funciona tan bien que, salvo casos excepcionales, no hace falta pronunciar una sóla palabra. El que molesta, o puede molestar el funcionamiento de la máquina del Fraude Financiero, es automáticamente castigado sin que probablemente los que ejecuten el castigo se den cuenta.
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