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Sobre natalidad, demografía, biopolítica y sexo
por Felix Rodrigo Mora
El desplome de la natalidad en lo que se conoce como España, la cual se sitúa ya en 1,2 hijos por mujer y continua descendiendo, sin que se atisbe ningún mecanismo de corrección, ni institucional ni popular ni espontáneo, ha llegado a ser uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que está demandando un trato reflexivo cuidadoso y extenso. Este artículo es, por ello, el inicio de una sucesión de intervenciones de diversa condición que irán considerando el problema en su conjunto así como sus manifestaciones parciales. Todo ello con un fin transformador y constructivo, aportar ideas para remediar la calamidad demográfica en curso, que es por ella misma catástrofe cultural, relacional, económica, asistencial y civilizacional.
El asombroso grado de embrutecimiento, ignorancia e insensibilización que padece nuestra sociedad le impide tomar conciencia y reaccionar ante las grandes cuestiones, al prestar toda su atención a cominerías y bagatelas, cuando no a autenticas depravaciones, desde entelequias politiqueras como “la lucha contra la corrupción”, esa feliz utopía para necios, hasta los planes para las próximas vacaciones o las mascotas, hoy las principales receptoras de cariño y cuidados del ciudadano medio. En efecto, mientras los niños y niñas son considerados con indiferencia emocional, cuando no con disgusto y aborrecimiento, perros y gatos, peces y pájaros, provocan efusiones sentimentales de una intensidad y persistencia que causa estupor. El amor que no se es capaz de proporcionar a los niños se da a los animales.
En ello se manifiesta también la aberrante naturaleza de la actual sociedad y de una buena parte de sus integrantes, hombres y mujeres, que colocan a los seres humanos en el último lugar, lo que es un antihumanismo de muy inquietante significación. Odiar obstinadamente lo humano y derretirse de emoción ante lo no-humano es parte medular del régimen patológicamente sensiblero-sádico de nuestro tiempo.
La inquina hacia la maternidad y hacia los niños forma parte del estado de ánimo prevaleciente. Las mujeres que se atreven a ser madres han de hacer previamente un acopio de heroísmo, pues van a ser miradas mal, vituperadas y perseguidas, por la propia familia, por la sociedad en su conjunto y, sobre todo, por la empresa donde trabajan. Todos sabemos que las mujeres-madres no son queridas en los empleos, que su estatuto laboral suele ser mucho peor que el de las que renuncian, de buena o mala gana, a la maternidad, y muchísimo peor que el de las lesbianas y que aquellas féminas que se han mutilado (ligadura de trompas, etc.) para no ser madres, para no “caer en la tentación”. Así pues, es el mismo régimen salarial, el mismísimo capitalismo, el que está haciendo caer la natalidad hasta guarismos que ya no garantizan ni siquiera la continuación de la sociedad.
Algunos, para exculpar al capitalismo, al empresariado, al sistema económico vigente, sostienen que son “las políticas de género” las responsables de la persecución de la maternidad, pero no. Tales malignas políticas son sólo una parte del problema, y además ellas mismas representan los intereses de la clase patronal. La hipocresía es mucha en este campo. Por ejemplo, la Iglesia condena el aborto pero defiende a los empresarios que obligan a las mujeres a abortar por mera codicia, para maximizar sus beneficios.
En efecto, hasta el 80% de los abortos tiene como causa última o inmediata, directa o indirecta, la presión de los empresarios y las empresarias (a veces de una agresividad superlativa) sobre las mujeres. Éstas son forzadas a echar fuera violentamente lo que llevan en su seno para que su vida laboral tenga alguna posibilidad de ser exitosa. A eso se une que el modo de vida de la sociedad urbana, atomizada, aculturada y desorganizada (donde nadie conoce a nadie y nadie se relaciona de forma intensa y sincera, estable y duradera, con nadie), hace imposible que las madres reciban la ayuda que precisan en los momentos difíciles de la crianza, sobre todo en el primer año de vida del bebe.
Dado que la familia se ha casi desintegrado, la extensa, que era la verdadera familia, hace ya mucho (la aniquiló el franquismo, tan nacional-católico él…) y la nuclear ahora, las guarderías, que pretenden, conforme a la frasecita institucional, “hacer compatible el trabajo con la vida laborar de la mujer”, no son solución, por diversos motivos, comenzando porque es aberrante que a un niño o niña de cuatro/seis meses se les deje abandonados 9-11 horas en un lugar generalmente deplorable e incluso horrendo. Tales bebés no serán personas sanas psíquicamente quizá nunca, por causa de tan antinatural tratamiento. Eso lo saben las posibles madres y muchas prefieren no serlo antes que tener que dar ese trato a sus futuros hijos.
Además, ahora la clase patronal ha aprendido a hacer algo escalofriante, no pagar la reproducción de la mano de obra, debido a que ésta llega en enormes cantidades con la emigración desde los países pobres. Así que, dado que aquélla se ha vuelto gratuita, los salarios de las y los menores de 45 años, que son los en edad reproductiva, no incluyen los gastos de crianza de nueva mano de obra, lo que es una de las causas -hay otras- que explican que sus ingresos sean, por lo general, menos de la mitad de los que tuvieron sus madres y padres en empleos similares. Este hecho económico decisivo nos condena a una catástrofe demográfica, a la extinción de la población autóctona, al exterminio étnico y la sustitución racial, lo que ya se anuncia en el virulento racismo antiblanco que el Estado español está promoviendo, por medio de sus jaurías mediáticas y callejeras. Tal medida afecta también a los emigrantes ya asentados, que son tratados del mismo modo.
Hablemos de biopolítica.
El abastecimiento de mano de obra es el problema esencial de toda sociedad. Sí, es el problema más principal, el número uno, pues sólo el trabajo humano crea valor económico. Este asunto es generalmente incomprendido por los analistas y el público, que se centran en si un país es rico o no en recursos naturales, sin comprender que éstos no pueden ser puestos en valor sin mano de obra, sin seres humanos trabajadores. Tres eran las funciones que cumplía una demografía pujante, abastecer de mano de obra a los propietarios de los medios de producción, proporcionar soldados a los ejércitos y aportar pobladores a las colonias. Así ha sido durante milenios, desde que existen las sociedades con clases sociales, propiedad privada concentrada, religión monoteísta con clero institucional y Estado.
Para asegurarse una demografía óptima se controla férreamente la vida sexual del pueblo. Ésta deja de ser la consecuencia del amor y el deseo para subordinarse a las metas biopolíticas que en cada coyuntura histórica establezca el poder constituido. La presión en ello es enorme, colosal, en un sentido o en otro, pues aunque la gente ignara no lo comprenda, los seres humanos son, también objetivamente, lo más decisivo. Han sido las religiones, junto con el Derecho del Estado y la ideología dominante impuesta desde arriba, los que han regulado la actividad sexual, hasta hace muy poco con fines natalistas. Por ello se confinaba la sexualidad en el matrimonio, se hacía del sexo meramente un medio al servicio de un fin, la reproducción, y se perseguían los erotismos no-reproductivos, sobre todo la homosexualidad y otras “perversiones”. El Código Civil francés de 1804, así como sus copias más o menos serviles, como el español de 1889, recogen tal esquema, que convierten en severísima legalidad.
Todo ello queda alterado con el fenómeno de la emigración, gracias al cual los países ricos pueden abastecerse de mano de obra, e incluso de soldados y policías, en los países pobres. Este hecho, sustentado en la revolución de los transportes y las comunicaciones, posterior a la II Guerra Mundial, ha provocado un vuelco radical en estas materias.
Examinemos algunas experiencias históricas. En Roma las viejas y sólidas costumbres familiares y sexuales de antaño quedaron radicalmente alteradas a partir del siglo II antes de nuestra era, cuando las sucesivas victorias de las legiones arrojaron sobre ella masas compactas de gentes esclavizadas, más mujeres que hombres a pesar de lo que digan los manuales de historia. En efecto, el objetivo esencial de las operaciones de conquista en el exterior no era tanto la adquisición de tierras y riquezas como la captura de mano de obra. Ésta, en la forma de esclavos aherrojados, era llevada al interior del imperio y puesta a trabajar, si bien una parte importante fue liberada en un segundo momento, o sea, convertida en apta para el trabajo por un salario, ellos o sus hijos.
Como consecuencia, la vida sexual de la población conoció un cambio enorme, ya visible en el siglo I de nuestra era. Por procedimientos muy diversos se fue desalentando el sexo heterosexual reproductivo, dado que era muchísimo más barato capturar esclavos en el exterior que criar niños y niñas nacidos dentro de las fronteras del imperio. Así fue mientras los ejércitos de la Urbe perversa y sanguinaria resultaron ser capaces de ir de victoria en victoria. Primero tuvo lugar un periodo de “emancipación” de las severas normas erótico-reproductivas de antaño, en lo que fue la “revolución sexual” del siglo I, cuya meollo era la frivolización y banalización del sexo, en un ambiente de permisividad general con todas las prácticas libidinales… menos con las que llevasen al preñamiento de las mujeres, que fue convertido en un acontecimiento crecientemente tabú. La aristocracia dio ejemplo a toda la sociedad, al negarse al sexo reproductivo, lo que fue sustituido por una muy extendida práctica de la adopción de menores biológicamente ajenos, que eran convertidos en herederos y continuadores de los linajes y las familias, en particular de las más opulentas. La manipulación de las mentes fue tan eficaz que muchas de las más respetables matronas romanas desarrollaron una fobia a la maternidad, que se convirtió en repugnancia invencible hacia lo corporal y sexual en general. Tal fue la base sociológica de la toma de posición del clero eclesial romano ante el sexo, andando los siglos.
Los problemas aparecieron en toda su magnitud cuando el imperio alcanzó sus límites máximos de expansión y las guerras comenzaron ya a ser más defensivas que ofensivas, con la consecuencia de aportar cada vez menos esclavos. Esto tuvo efectos graves pues la sociedad romana ya había perdido el hábito de reproducirse, padeciendo una natalidad baja, y la llegada de nuevas gentes por captura y esclavización era asimismo reducida y decreciente. A mediados del siglo II la situación ya estaba planteada en esos términos, pero hay que esperar todavía casi un siglo para que el problema demográfico se haga pavoroso en Roma, siendo esto la causa principal de la conocida como “crisis del siglo III”. Entonces se ha dado ya una reducción general de la población, y no hay individuos suficientes para las legiones ni trabajadores para los campos y obradores. Las ciudades comienzan a perder vecindario, a menudo hasta despoblarse por completo. La aristocracia romana pacta con los jefes de los pueblos germanos el abastecimiento de mercenarios, que aquéllos aprovechan para ir haciéndose con posiciones de más y más poder, lo que les empujará a apoderarse del imperio a partir del siglo V, si bien la operación no lleva a la liquidación de la vieja élite romana sino a la integración de los germanos en ella, en lo que fue un proceso largo y complejo.
La moral sexual se fue alterando conforme iban cambiando las condiciones biopolíticas. De la frivolidad del siglo I, con sus risibles orgías y bacanales, se va pasando a un ambiente de creciente ascetismo enfermizo, aunque sin que se vuelva a recuperar el vigor reproductivo de la Roma anterior a la expansión imperialista. Se va demonizando más y más lo corporal, el erotismo y la sexualidad, valiéndose de la ideología neoplatónica, que lleva a expresiones aberrantes de ascetismos y pseudo-espiritualidad dentro del paganismo (y después con la Iglesia, traidora al ideario cristiano), que no sólo rechazaban toda sexualidad, sino la higiene y el cuidado del cuerpo en general. Si antaño era pecaminoso tener hijos porque los esclavos resultaban más baratos, en los malos tiempos del siglo III tampoco podía haber sexo reproductivo debido a que la sociedad era demasiado pobre para permitirse los gastos de crianza y porque, en definitiva, resultaba más económico traer mercenarios germanos… De este fenomenal embrollo salió Occidente con la revolución popular altomedieval, promovida por el monacato cristiano revolucionario, que al norte de los Pirineos logra impulso una vez que el imperio de Carlomagno, la última expresión visible de la romanidad en putrefacción, se hunde, a comienzos del siglo X.
Un anuncio del presente estado de cosas lo tenemos en Francia tras la I Guerra Mundial. Ésta, con su descomunal poder carnicero y exterminador, hace añico las proposiciones axiales que sustentan el Código Civil napoleónico de 1804. Se comprende, pues murió más de la cuarta parte de la juventud masculina, a la vez que otro porcentaje similar quedo mutilado, física y/o psíquicamente. O sea, faltaban hombres, en este caso más víctimas del régimen patriarcal que las mujeres, al ser forzados por el Estado a perecer en masa en las trincheras. Así las cosas, no había otra solución que la emigración, de manera que Francia se vale de su hegemonía cultural y financiera en Europa para abastecerse con mano de obra, principalmente masculina, proveniente sobre todo de Polonia, Italia y España.
Ello enseña algo decisivo a los poderes constituidos, al capitalismo, al Estado, algo que no está escrito en ningún libro de historia pero que es decisivo: que los países ricos pueden ahorrarse los gastos de crianza, para hacerse aún más ricos, así pues, más poderosos en tanto que imperios, robando la población a los países pobres. De ese modo entramos en la edad del expolio demográfico a muy colosal escala, con países-granja, dedicados a producir seres humanos, como si fueran pollos o cerdos, para la exportación (Marruecos, Ecuador, Nigeria, etc.) y países consumidores de personas (España, entre otros).
Por eso es Francia, junto con EEUU (que es gran imperio gracias a la emigración, no a la tecnología), la que ensaya ya en los años 20 del siglo pasado los primeros esbozos de la “revolución sexual” que va a tener lugar en Occidente algo más tarde, en los 60. Su fundamento biopolítico es simple: si el abastecimiento de mano de obra e incluso de una parte de los reclutas para los ejércitos puede hacerse fuera del país es muy conveniente que dentro de él la gente tenga los menos hijos posibles, para lo cual hay que introducir cambios enormes en las mentalidades y las costumbre, alterando las nociones y vivencias decisivas sobre erotismo y sexualidad. Al mismo tiempo, se constituye el Estado de bienestar, cuyo axioma fundacional dice que a las gentes les va a cuidar y atender el ente estatal, no la familia, cuando sean ancianos o estén enfermos. La política de pensiones garantizadas para todos junto con la emigración masiva crea un nuevo orden erótico y reproductivo, justamente el que ahora se está desmoronando.
En el periodo de entreguerras aún las cosas no podían ser así del todo. Alemania se manifestó adherida a una moral sexual clásica, represiva al modo napoleónico, no porque fuera nazi, sino porque estaba obligada a ello, dado que no estaba en condiciones de capturar fuera la suficiente mano de obra. Además, al carecer de colonias no podía usar tropas coloniales, como si hicieron Inglaterra y Francia con éxito. En buena medida, Hitler atacó hacia el este no tanto para apoderarse de territorios y materias primas como para atrapar mano de obra, que necesitaba desesperadamente a fin de mantener activa su industria, en particular la militar. Por eso millones de eslavos fueron llevados a Alemania a trabajar, donde eran relativamente bien acogidos para que resultaran productivos y eficaces económicamente. Dado que los jefes nazis tenían en mente un largo periodo de guerras, conocedores de su debilidad biopolítica también por razones geopolíticas, se negaron a emplear masivamente a las mujeres en la industria militar, como sí hicieron sus enemigos, no porque fueran “más reaccionarios” que ellos (todos lo eran similarmente…), sino porque estaban obligados a hacerlo si querían disponer de muchas personas en la generación siguiente para abastecer la industria y el ejército.
Finalizada la II Guerra Mundial están dadas todas las condiciones para una revolución biopolítica y demográfica, que tenía que culminar en una manera nueva -peor, más degradada-de concebir lo erótico y reproductivo. Puesto que se esperaba un gran choque militar con la Unión Soviética, en los años 50 se mantuvo el viejo procedimiento, con una natalidad elevada, pero en el decenio siguiente ya estaba claro que no habría conflicto abierto en Europa, de manera que se puso rumbo a una transformación radical de los parámetros y procedimientos demográficos.
De ello surgió la “revolución sexual” de los 60, un icono de aquellos años, hoy olvidado, junto con el mayo francés del 68, Los Beatles, la rebeldía estudiantil, los hippies y otros antiguallas. Al examinar los libros, más o menos desprovistos de calidad y rigor, que la promueven llama la atención su orientación ideologicista, su incapacidad para establecer las bases sociológicas, biopolíticas y demográficas de los cambios en las mentalidades y las conductas entonces habidos. Todo se presenta como si las viejas reglas sexuales fueran el resultado de meras creencias irracionales, sin base en la realidad, que debían ser desechadas a través de un simple ejercicio de mentalización, de “concienciación” progresista. Se citaba a S. Freud y a W. Reich, se denostaba “la represión sexual”, se culpaba al clero y eso era todo, en lo que fue un despliegue impresionante de ramplonería intelectual, muy propia de aquellos tiempos, penosos en lo reflexivo.
Lo medular de dicha “revolución” era la sustitución del sexo con reproducción anterior por otro en el que ésta fuera escasa y a ser posible casi inexistente. Por eso su elemento central era la píldora anticonceptiva. Se esperaba que las necesidades de mano de obra quedasen cubiertas por la emigración, llegada desde los países pobres.
Pasemos a hacer cálculo económico básico. Si se sitúan los gastos de crianza familiares por persona anuales en 3.000 euros y los gastos de crianza estatales (escuelas, sanidad, etc.) en otros tanto, tenemos que a los 25 años un joven ha ocasionado un coste neto de 150.000 euros. Si multiplicamos esa suma por 7 millones, que son los inmigrantes en España hoy, hallamos una suma ligeramente superior al millón de millones, al billón de euros. Eso es lo que ha aportado a la economía española la emigración, suma proporcionada por las economías de los países pobres, dejando de lado los equivalentes monetarios y demás zarandajas contables. Es decir, cada emigrante que salta de una patera a la playa y llega a territorio español equivale a un ingreso de 150.000 euros, que es lo que habría costado criar a la persona que él sustituye, la cual no ha nacido y por tanto no ha tenido que ser mantenido. Pero eso no es todo. El emigrante medio admite salarios mucho más bajos, lo que aporta una ganancia complementaria a la clase patronal, que en conjunto es también de billones, de muchos billones.
Así pues, estamos ante un descomunal procedimiento para explotar a los países pobres y enriquecer a los países ricos cuyo balance económico hay que calcularlo ¡en billones de euros! Por eso se ha dicho que la emigración es el negocio del milenio, el gran montaje económico en el que sustenta el actual orden mundial. Por eso quienes se oponen a él o se atreven a cuestionarlo son triturados por el poder constituido. En este asunto no se admite la más pequeña discrepancia. Quienes hablamos de esto con voluntad de verdad sabemos que estamos condenados a permanecer para siempre extramuros del sistema, todo lo contrario de los denostadores profesionales del “racismo” y la “xenofobia”, que se llenan los bolsillos a base de gritar a favor de la biopolítica del capital.
Toda emigración es un expolio de la sociedad que emite emigrantes por la sociedad que los recibe. Por ejemplo, en la funesta y exterminacionista emigración del campo a la ciudad en España en los años 60 del siglo pasado, el primero ponía los gastos de crianza y el segundo, es decir, la industria y los servicios, se apropiaba gratuitamente de dichos valores al recibir a sus habitantes como emigrantes, de manera que las aldeas, que enviaron 6 millones de personas a las megalópolis, se fueron haciendo progresivamente más pobres a la vez que las ciudades más ricas. Así hemos llegado a su situación actual, de completa aniquilación, con 4.000 de ellas, la mitad de los núcleos habitados del país, al borde de su completa despoblación, al estar habitadas por unas escasas decenas o unidades de ancianos, que a su muerte (inminente en muchos casos) las dejaran completamente vacías. Sin embargo, hace sólo sesenta años estaban llenas de vida, movimiento y ruidos, con mucha población joven y cientos de vecinos[1].
El capitalismo opera de ese modo, se apropia de la población de un territorio de manera absoluta, hasta que lo agota, y luego se vuelve hacia otros territorios, a los que saquea a través del hecho migratorio, hasta agotarlos asimismo. El uso “racional” de la fuerza de trabajo exige que los costos de la crianza los paguen otros y que él, el capitalismo, se quede con la mano de obra ya criada, ya formada, apta para trabajar. Si la emigración es muy abundante, como sucede ahora, se niega incluso a incorporar al salario los gastos de crianza, recortando radicalmente aquéllos, e impidiendo a la gente en edad el ser madres y el ser padres. Algo monstruoso y trágico a la vez.
Volvamos al sexo. Para deprimir todo lo posible el nacimiento de niñas y niños, el actual sistema modificó radicalmente la sexualidad, en el sentido de hacerla todavía más aberrante y antinatural. Antes ya lo era, por colonialista, burguesa y empresarial, según el ideario avieso del código napoleónico. Pero luego se hizo aún peor. Introdujo, sobre todo, nueve rupturas, quiebras, grietas o separaciones en la heterosexualidad. Entre sexo y amor. Entre sexo y deseo. Entre sexo y creación de vida. Entre sexo y misterio. Entre sexo y erotismo. Entre sexo y animalidad. Entre sexo y belleza/sublimidad. Entre sexo y crianza. Entre sexo y cariño puro por los niños. Sobre este asunto volveremos una y otra vez, hasta lograr desmenuzar esas rupturas una tras otra, y todas en su interacción, para aproximarnos a lo que es la vida libidinal natural, prepolítica, por tanto previa a toda biopolítica.
Una vez que el hecho sexual heterosexual fue separado del amor, el deseo, la creación de vida, el misterio, el erotismo, la animalidad, la belleza/sublimidad, la crianza y el amor natural por los niños quedó convertido en un sinsentido, en algo grotesco, risible y prescindible. De ese modo dejó de interesar a cada vez más sectores, lo que lleva a la práctica anticonceptiva más eficaz, la ausencia de deseo y por tanto la ausencia de vida sexual. Se equivocan quienes creen que el erotismo es meramente una función de las fuerzas hormonales que operan en el componente zoológico del ser humano. Eso es verdad para el resto de los mamíferos pero no para nuestra especie, salvo de manera secundaria. En ella lo decisivo es lo específicamente humano, lo espiritual y cultural. Esto es así objetivamente y resulta excelente pero tiene como elemento incorporado la posibilidad de que los poderes religiosos y estatales manipulen el Eros conforme a sus necesidades económicas, políticas y militares.
Como sustitutivos proporcionó formas inferiores o aberrantes de sexualidad, la masturbación (inferior porque es solitaria, sin amor), la pornografía, la prostitución (España está a la cabeza de Europa…), el sexo con artilugios, el bestialismo (coito con animales, disculpable) y la pedofilia. Al mismo tiempo, se realiza una campaña de demonización del sexo heterosexual de unas proporciones descomunales, acudiendo a operaciones de ingeniería social tan reproblables como la Ley de Violencia de Género, que correctamente ha sido calificada de norma contra el amor y el sexo heterosexual, una de las más atroces realizaciones del feminismo de Estado, financiado al mismo tiempo por la derecha y la izquierda, por el Estado y la clase patronal.
¿Qué hace del sexo heterosexual una práctica hoy tan virulentamente odiada por todas las instancias del poder? Precisamente el que sea, o pueda ser, creadora de vida humana, reproductiva. Para que España pueda seguir siendo una potencia imperial de tipo medio en los complejos avatares de la mundialización es necesario que los gastos de crianza y reproducción se aproximen a cero. Ya estamos en 1,2 hijos por mujer y descendiendo, pero las autoridades desean que sea 0,0 hijos por mujer, esto es, que toda la mano de obra sea de importación, traída de fuera, expoliada y robada a los países pobres… Mientras haya gente disponible en éstos (quizá ya por poco tiempo, pues están agotando sus existencias), se les obligará a hacerse cargo de los gastos de crianza de la fuerza laboral destinada a servir al capitalismo multinacional cuyas sedes centrales y cabeceras están en los países ricos.
Además, el sistema de dominación vigente, dando un giro radical, ha pasado de perseguir al sexo homosexual a presentarlo como modélico y fabuloso. La razón es la misma. Ya que éste, por su propia naturaleza, es no-reproductivo, se ha convertido en el más publicitado por los medios de comunicación, con fiestas multitudinarias, como el Dia del Orgullo Gay, totalmente institucionalizada, al estar sustentada por todo el poder burgués, empresarial y estatal.
Al mismo tiempo, el sistema de dominación ha pasado a alterar cualitativamente la masculinidad tanto como la feminidad. Ya no se puede ser varón y no se puede ser mujer: hasta en estas cuestiones, tan íntimas y privadas, ha llegado el Estado a inmiscuirse, lo que es una manifestación de totalitarismo de proporciones inauditas. Ha creado una forma de ser hombre que es penosa por desprovista de magnetismo, fuerza, belleza, erotismo y virilidad. Y una forma de ser mujer no menos patética, por desexuada, zafia, agresiva, degradada y repelente, al reducir a la fémina a mera mano de obra, a ente andrógino al que se prohíbe de muchas manera la natalidad y, por ende, todo lo que acompaña a ésta en lo espiritual y lo corporal. Los robots no tienen sexo, y carecen de encanto erótico, de manera que el capitalismo quiere eso exactamente, autómatas que vayan y vengan al trabajo sin nada que los distraiga de la tarea de producir.
Aquí la misoginia campa por sus fueros. La empresa capitalista desconfía de las mujeres porque sabe que la mayoría de ellas, en torno al 80%, desean imperiosamente ser madres, y conoce que eso las distrae de sus carreras profesionales. Así que ha creado las jaurías progresistas y feministas, muy bien financiadas desde el poder estatal, para linchar a los millones de féminas que no se resignan a ser nada más que mano de obra, que anhelan la maternidad como consecuencia del amor, el deseo y la pasión. Esa virulenta policía del erotismo, la natalidad y la maternidad se encarga de una buena parte del trabajo sucio que el capitalismo necesita que se haga, constituyendo en torno al sexo heterosexual reproductivo, a la maternidad y la crianza, un enrarecido clima social de rechazo y persecución. No se olvide que el primer mandamiento del feminismo de Estado dice que “los hijos explotan a las madres”, ¡los hijos!, no los empresarios ni el fisco devorador.
Ante él muchas féminas se echan para atrás y se resignan a no ser madres, a vivir a costa de los psicofármacos (el 25% son ya consumidoras habituales, una cifra escalofriante, que muestra que el sistema está haciendo drogadictas a una parte conspicua de las mujeres), en soledad, reprimiendo su erotismo, sexualidad e instinto maternal, su necesidad de amar y ser amadas, la cual, si no puede realizarse, enferma e incluso mata a las féminas, como ya observó Freud. Esta es una de las causas del alto grado de patologías psíquicas y físicas que afectan a las mujeres en la sociedad actual, que reprime el amor, proscribe el erotismo y persigue la maternidad. Para enmendar todo esto se necesita de la revolución, dado que no son posibles remedios parciales, al situarse el mal en el meollo mismo del sistema, que es feminicida constitutivamente. En efecto: crear un mundo apto para las mujeres exige una gran revolución, de manera que todas y todos los que se integran en el sistema, al hacerse con ello parte de la anti-revolución se convierten en enemigos decisivos de lo femenino.
Es este estado de cosas el que explican textos como el de Byung-Chul Han “La agonía del Eros”, interesante como aldabonazo, aunque ya se cuida muy mucho el autor de no ir a la raíz de los problemas, para lo que se escuda en una metodología y una jerga pretendidamente “filosóficas”, un tanto ridículas, que miden el menoscabo de la libertad existente para tratar estos asuntos. Hace falta valentía y coraje, de las que aquel carece, para exponer las causas verdaderas de esa agonía de lo erótico, lo amoroso y lo sexual, muy cierta por lo demás. Tales causas están en el centro del sistema capitalista, y su análisis, en sí mismo, es altamente subversivo, o sea, está prohibido, y quienes lo hacen son perseguidos y castigados.
El grupo social que más está perdiendo con todo eso es el de las mujeres de las clases populares. La represión del deseo materno es causa primera de estados de desintegración psíquica y dolencias físicas diversas en todas y cada una de las mujeres que lo padecen, millones y millones en los países “ricos”. El libro “La represión del deseo materno y la génesis del estado de sumisión inconsciente”, 1995, de Casilda Rodrigañez y Ana Cachafeiro muestra algunos de los perniciosos efectos de la feminicida biopolítica del capitalismo en el espíritu y el cuerpo de las mujeres[2].
En el presente, el desasosiego y descontento con la políticas anti-natalistas del capital, así como con el fenómeno migratorio que está en su raíz, crecen por toda Europa. Al mismo tiempo se alzan más y más voces poniendo en evidencia los funestos efectos, incluso económicos, de la catástrofe demográfica en curso. El paradigma biopolítico estatuido en los años 60 del siglo pasado está sobrepasado y ya no da mucho más de sí. En suma, las contradicciones internas del sistema se están agravando y se están creando las condiciones para que estos asuntos sean objeto de un debate público que vaya más allá del valeroso actuar de minorías, calumniadas y perseguidas por las fascistoides partidas de la porra del feminismo burgués y el progresismo. Millones de personas están comenzando a abrir los ojos a la verdad en estas materias. Es el momento de penetrar a fondo en ellas.
En sucesivos artículos, textos y otros elementos comunicacionales se irá haciendo, siempre primando lo positivo y propositivo sobre lo crítico. Atención pues.
[1] La destrucción, con la emigración como herramienta decisiva, por el franquismo de la sociedad rural popular tradicional propia de los pueblos de la península Ibérica, que era el orden político, convivencial y económico emergido de la revolución de la Alta Edad Media, es analizado en mi libro “Naturaleza, ruralidad y civilización”. Por eso mi posición es contraria a todas las formas de emigración, también a la actualmente en curso, con millones de personas llegando desde los países del sur. Quienes la respaldan, desde el papa a la izquierda, son los más desvergonzados agentes y servidores del capitalismo.
[2] Estos asuntos, tan fundamentales, son tratados en “Feminicidio, o autoconstrucción de la mujer”, Maria Prado Esteban Diezma y Félix Rodrigo Mora.
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